Exequias

Hace un par de meses murió mi abuelita, María Leonor Rodríguez, y la siguiente entrada es para hablarles de uno de los primeros recuerdos de toda mi infancia en el que ella fue la actriz principal de esa memoria.

Mi abuelita, originaría de la Ciudad de México, específicamente del Barrio de San Pedro en Iztacalco (lugar en el que yo también nací), después de unos años se fue a vivir a San Francisco Atexcatzinco, en el estado de Tlaxcala. Esto sucedió, más o menos, cuando yo tenía unos cinco años (si la memoria no me falla). Se trataba de un pueblito el cual, en ese entonces, no contaba con calles pavimentadas ni con luz eléctrica, por lo que recuerdo que las primeras noches que pasábamos ahí debíamos de echar mano de velas y veladoras para alumbrarnos. A un costado de la casa de mi abuelita se extendía una enorme milpa que parecía no tener fin alguno. De frente a la misma casita, se encontraba el camposanto del pueblo, por lo que, como ya se imaginarán, todo el escenario nocturno se anunciaba como el lugar perfecto para madrugadas terriblemente oscuras y que, mi abuelita, acompañaba con varias historias de terror y leyendas populares, aquellas que iban desde la aparición de La Llorona y nahuales, hasta el encuentro con ánimas provenientes del purgatorio. Los recuerdos de esas noches profundas siguen apareciendo a en mi mente de manera periódica.  

Para entrar a San Francisco Atexcatzinco se debía cruzar un puente de madera, y, como ya mencioné, ante la ausencia de luz eléctrica los autos debían de pasar con el mayor cuidado posible. En ese puente, narraba mi abuelita, se aparecía El Jinete sin Cabeza, por lo que debíamos de atravesar ese espacio con la mayor rapidez posible. Mi padre tuvo varios desencuentros con mi abuelita, reclamándole que me dejara de contar todas esas lúgubres historias, pero es que era yo quien le pedía que, noche tras noche, no parara de relatarme todos los pormenores de esas apariciones y espectros de la platea saturnina. No era poco común que ella se escapara, ya entradas las altas horas de la noche, para ir la cama en la que yo me quedaba y narrarme todas estas historias.

Desde que tengo memoria, he vivido fascinado por los relatos de demonios y fantasmas, de almas en pena que vagan por nuestro mundo de manera triste y desolada, y hasta hoy en día, para el cine y la literatura, estos siguen siendo mis motivos preferidos.

Unos tres años atrás, desde la fecha en que escribo estas palabras, mi abuelita tomó un curso que ofrecí, intitulado “La construcción de la figura histórica del diablo”; en la última sesión, uno de los participantes me preguntó cuál era el origen de mi fascinación por los temas del inframundo y lo demoniaco, y aprovechando que mi abuelita estaba tomando dicho curso, narré – palabras más, palabras menos – las anécdotas que ahora les comparto. Qué mejor homenaje para ella el expresarles la forma en cómo, hasta el día de hoy, esa viejecilla echó a volar mi imaginación y sin la cual, seguramente, no podría dedicarme a mi escritura, la cual, buena o mala, forma parte imprescindible de lo que soy y he sido durante muchos años.

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Un breve relato sobre la línea 12 del metro

No son pocas las ocasiones en que, sin darnos cuenta, estamos viviendo épocas de nuestra vida que, más adelante, serán recordadas con nostalgia. Lo que quiero narrarles en esta ocasión tuvo lugar entre los años 2018 y 2019.

Se me ofreció la oportunidad de dar clases de arte en la Universidad del Claustro de Sor Juana, cosa que acepté de inmediato, ya que necesitaba ese trabajo después de encontrarme por más de 3 años sin haber recibido ninguna oferta laboral – me había quedado sin trabajo desde que renuncié para terminar mi licenciatura en Historia, proyecto que se vio truncado por la muerte de mi hermano, así que me encontraba en una especie de “limbo” –. El problema con la propuesta laboral consistía en que, para esos momentos de mi vida y de mi formación académica, nunca me había dedicado al terreno del arte ni de la estética filosófica, pero como dije, no podía dejar de pasar esa inesperada oportunidad.

Para poder dar clases de calidad y establecer buenas relaciones, tanto con mis alumnos como con las autoridades del Colegio de Arte y Cultura, decidí que la mejor opción era aplicar para la Especialidad en Historia del Arte, ofertada por el Instituto de Investigaciones Estéticas de la UNAM, y poco después de presentar mi solicitud, fui aceptado.

En aquellos momentos de mi vida me encontraba en una relación sentimental turbulenta; mis finanzas personales tampoco eran del todo buenas; vivía demasiado lejos, tanto de mi trabajo como de la Unidad de Posgrado en donde las clases de la especialidad tenían lugar, y en general, creo que mi vida estaba hecha un caos emocional. Tomar clases no era cosa sencilla: me encontraba agobiado por el trabajo, por el dinero y por las continuas peleas con mi pareja. Me costaba mucho poner atención, y casi siempre estaba acompañado por un sentimiento de cansancio y tristeza. Supongo que, por las mismas razones, nunca estuve en condiciones de establecer ninguna relación de amistad con los compañeros: me sentía extraño y alejado de todos ellos, como si yo formara parte de otro planeta, cosa que sólo hacía que se acrecentara el sentimiento de soledad y alienación.

Mi rutina diaria estaba marcada por la prisa: debía despertarme alrededor de las 4:30 am para estar en el Claustro a las 7 am; daba clases de 7 am hasta la 1 pm; desde el Claustro, debía correr a Metrobús Chilpancingo para tomar mi sesión de psicoanálisis; tomaba esa misma línea del Metrobús y llegaba hasta Ciudad Universitaria; si la cosa iba bien, me daba tiempo de calificar algunas tareas o exámenes y comer una bolsa de frituras o algún otro alimento chatarra; asistía a los cursos de la especialidad, y más o menos, alrededor de las 9 pm, tomaba de nueva cuenta el Metrobús para poder llegar a mi hogar, cosa que pasaba como a las 11:30 pm; (los viernes y los sábados tenía que agregar los horarios de la maestría en psicoanálisis que cursaba también ya en ese entonces). Llegaba a mi departamento, intentaba cenar algo, preparaba las clases del siguiente día, y la exasperante rutina se repetía. En promedio estaba durmiendo alrededor de 5 horas, y en raras ocasiones comía de manera saludable más allá de algún refrigerio.

La ruta, tanto de ida como de regreso a mi hogar, estaba atravesada por la línea 12 del metro (aquella que ha estado marcada por la desgracia y los siniestros en los últimos años). Por las mañanas, observaba desde el andén la iglesia de San Andrés Apóstol, en la estación donde mi recorrido comenzaba (San Andrés Tomatlán), y en mí se despertaba un sentimiento propio de la experiencia religiosa, algo así como esa voz que Wittgenstein escuchó diciéndole: “nada puede hacerte daño”. Deseaba con fervor que unas palabras de ese tipo me fueran recitadas…

Por las noches, después de haber cruzados mares inacabables de gente, llegaba desde Ciudad Universitaria hasta metro Zapata, y de ahí podía transbordar a la línea 12. La parte subterránea del recorrido me era completamente indiferente, pero una vez que los vagones se elevaban sobre las inclementes columnas de hormigón, yo podía observar las luces de la ciudad y adentrarme en toda una serie de fantasías: ¿quiénes son todas estas personas? ¿cómo la estarán pasando en la vida? ¿algunos de todos estos seres humanos se sentirán como yo me siento? ¿qué harán todas estas personas cuando llegan a sus hogares noche tras noche? Yo recargaba mi cabeza contra las ventanas del vagón y me quedaba ahí pensando en todas estas cosas.

Al bajar, compraba un cigarro, y desde ahí comenzaría la siguiente parte de mi recorrido. Pasaba por toda una serie de terrenos baldíos y unidades habitacionales; después vendría un parque que me indicaba que estaba a punto de llegar; subía las escaleras de mi edificio, en completa oscuridad, hasta que llegaba a mi departamento; utilizaba mis llaves para abrir, prendía la luz, entraba y cerraba la puerta a mis espaldas. A veces me daban ganas de llorar – hasta la fecha no entiendo bien el por qué – y en otras ocasiones sólo repetía los movimientos cenar-trabajar-dormir intentando no pensar demasiado.

Hace poco, no sé por qué, recordé todos esos paseos nocturnos; recordé cómo era hastiarme de la gente y cómo era tenerle miedo al paso de los minutos que se consumían de manera voraz desde que salía de CU hasta llegar a mi departamento. Pero, sobre todo, recordé esos episodios en los que, por las noches, observaba las luces de la ciudad desde las alturas de la línea 12 del metro, y cómo llegaban a mí todas esas fantasías e interrogantes. Podría parecer extraño, pero recordé esa sensación, y algo que en su momento fue tan tedioso, ahora volvía a mí con un dejo de añoranza, al punto en que deseé repetir esa ruta en algún momento. Ahora ya no vivo en ese departamento, ni estoy con esa pareja que relato, ni estudio la especialidad o la maestría; talvez, lo que se ha producido en mí a la hora de recordar ese trayecto sea la conciencia de lo rápido que pasa el tiempo y de cómo todo cambia de manera irreparable, aunque no nos demos cuenta.

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Intimidad

Tuvimos intimidad, no ese intercambio soso y frívolo de carne y fluidos al que ustedes le llaman así. Tuvimos intimidad, de esa a la que pocos seres humanos pueden aspirar en toda su vida. Caminamos de noche, sin destino certero, y el alcohol que nos inundaba la sangre nos hacía reír sin parar, a veces sin motivo alguno. Nos veíamos directamente a los ojos, y en medio de los ríos de gente de la Ciudad de México, era como si estuviéramos completamente solos.

Tuvimos intimidad cuando toqué sus cabellos, y tuvimos intimidad cuando ella rozó tímidamente las yemas de mis dedos, asustada por mi reacción, pero decidida a hacerme saber que quería sentir mi piel.

Tuvimos intimidad cuando, ya ni recuerdo dónde, me acosté sobre su rezago y con mis ojos intentaba capturar hasta el último centímetro de su dermis, y así, con mi cabeza sobre sus piernas, ella comenzó a contarme su vida y yo comencé a relatarle la mía.

Tuvimos intimidad cuando tuve que irme esa noche de su lado, y en un “adiós” que ninguno de los dos queríamos que llegara, le di la espalda, sabiendo que su mirada me seguía, sintiéndola en toda mi espalda.

Tuvimos intimidad cuando nos volvimos a ver unos días después y no sabíamos qué decirnos; habíamos compartido nuestra vida de manera fugaz pero profunda, y ahora las palabras sobraban entre ella y yo.

Tuvimos intimidad cuando el mundo nos volvió a invadir en la cotidianeidad, pero sabíamos que, aun cuando no volviéramos a repetir lo que vivimos, entendimos que siempre existiría esa noche entre ella y yo.

Sí, tuvimos intimidad.

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Acapulco 1996

Hace poco tuve la oportunidad de viajar a Acapulco. Desde que tomé la carretera, una serie de recuerdos comenzaron a llegar, y es que ese fue el lugar donde conocí el mar por primera vez y donde se encuentran varios de los primeros recuerdos de toda mi vida. Sobre todo, las memorias que aparecieron en esta última ocasión tuvieron que ver con mi padre.

Él es un gran aficionado a los viajes, y es por eso que, como comenté más arriba, desde muy pequeño solíamos ir cada que se podía al puerto de Acapulco. Hacíamos todo lo que se “tiene” que hacer ahí: la quebrada, la lancha con fondo de cristal, caleta y caletilla, ir a las cenadurías para pedir un pozole estilo Guerrero, pasear por el malecón, etc. Él es un gran aficionado de nadar en mar abierto, por lo que la playa que más visitábamos era “Revolcadero”, y unos años después nos volvimos fieles de la “Bonfil”.

Había algo en Acapulco que siempre me pareció “mágico”; bueno, ni siquiera sé si esa es la palabra; quizá “nostalgia” sería más adecuada, pero claro, para mis cinco años, que es la edad en la que comenzaron todos estos recuerdos y anécdotas, no existía en mi léxico ni en mi entendimiento un concepto como “lo nostálgico”.

No fueron pocas veces en que mi papá invitó a mis tías, a mis primos y a mi abuelita a ir con nosotros. Ahí también mi mente se llena de mil recuerdos: intentar construir castillos de arena (digo “intentar” porque nunca pude hacer uno más o menos decente); saltar las olas salvajes en ese mar abierto que les cuento; hacer guerras de bolas de arena – las cuales estaban fuertemente prohibidas y penadas por nuestros padres –; organizar “concursos” de nado sincronizado, entre muchas otras cosas. Es curioso cómo funciona la memoria, porque hasta el día de hoy, cada que ceno un sándwich de jamón con mayonesa y lo acompaño con un vaso de leche con chocolate inmediatamente regreso a esa infancia, a esos momentos en los que mi madre nos preparaba ese “menú” antes de mandarnos a acostar.

Cuando pienso en ese Acapulco, viene a mi mente el malecón de noche, lleno de luces espectaculares por todos lados, mientras que el sonido de las olas rompiendo, no tan lejos de ahí, servía como telón de fondo. Me gustaba ver el mar de noche y no poder distinguir absolutamente nada a excepción de algunas luces pertenecientes a embarcaciones de todos tamaños y algunas casitas. Me acuerdo bien de los caballos cruzando las avenidas, y las hamburguesas que, por ser vacaciones, mi papá nos permitía comer.

Acapulco es muchas cosas en mi mente: fue el lugar donde leí una y otra vez la primera carta de amor que me entregaron. Fue el último día de clases; yo tenía cinco años, y Jazmín (por supuesto que me acuerdo de su nombre), me dibujó un oso en un papel y me escribió “me gustas mucho. Te amo”. Ni ella, ni yo, teníamos idea de qué significaban esas palabras, pero así, en esa carta, esa niña de cinco años me confesaba su supuesto amor. Al día siguiente de ese fin de cursos, viajamos a Acapulco, y como sabía que el próximo año entraría a la primaria y no la volvería a ver, decidí lanzar al mar esa carta, cuidando que ni mis padres, ni mi hermano se dieran cuenta del acto.

Recuerdo tortugas y caimanes, en extensos campos verdes, y las imponentes montañas que acompañan todo el paisaje de “la joya del Pacífico” como se le solía decir en esos momentos. Muchos años después, también recordaría el estar jugando Texas Hold’em con mi padre, mis primos y mi hermano. Ese día, cumpleaños de mi primo mayor, mi papá le “disparó” el ceviche de camarón más grande de toda la carta, y junto con esa alegría, también le tocó perder en el juego de cartas, y como castigo tuvo que arrastrarse por toda la arena, cosa que desde niño odiaba con cada una de las fibras de su ser.

Pero, estimado lector, por encima de todo esto, lo que más recuerdo es lo siguiente: un atardecer, en medio de la playa, con unos colores que nunca había visto hasta ese momento y que no puedo describir hasta la fecha. Mi padre nos había comprado helados a mi hermano y a mí, y yo, sólo por el nombre tan exótico, pedí un “Beso de ángel”. Con una mano sostenía mi helado con cono de galleta, y con la otra tomaba la mano de mi padre mientras caminábamos por toda la playa. Hasta la fecha, no he vuelto a probar esos sabores, ni he vuelto a ver esos colores.

Acapulco, 1996, será un lugar y una fecha que llevaré hasta mis últimos momentos. Hoy, desgraciadamente, marcado por tanta violencia, en algún momento fue el lugar más feliz de mi infancia.

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Cuando era más pequeño, de unos quince años si mal no recuerdo, tuve la oportunidad de ir con mis papás y mi hermano por primera vez a la isla. Recuerdo varias cosas de ese viaje: Varadero; nuestro guía de turistas, que por cierto había estudiado ingeniera civil; pasar la Navidad más calurosa de mi vida, y haber visitado a una parte de nuestra familia que, hasta la fecha, siguen viviendo en La Habana, pero por mi corta edad muchas otras cosas me pasaron inadvertidas.

Hace exactamente un lustro atrás viajé ahora con mi prima y dos de sus amigos, y la cosa fue bien distinta, ya que puse atención en muchas cuestiones en las que no reparé la primera vez que estuve ahí– la mayoría, como varios de ustedes se imaginarán, tenían que ver con aspectos sociales e ideológicos –, pero no sólo eso, sino que ahora tuve la oportunidad de beber mojitos y daiquirís, bailé “algo” de salsa ( y digo “algo” porque hasta la fecha sé un par de vueltas y se acabó), y ya conocía la música de Compay Segundo; bueno, la conocía desde niño: mi padre ha escuchado al Compay desde que tengo memoria, pero ya para ese segundo viaje lo había escuchado como se debe. Sí, todo fue muy distinto: pude hablar de cerca con los cubanos, jóvenes y viejos, y conocí más sobre las distintas posturas que se sostienen en la isla. Era otra Habana que la que conocí de joven. Lo primero que vi de distinto fue un refrigerador de Red Bull en La Hija del Cuervo; fue apenas la primera noche que estuvimos en Cuba, y desde ahí me di cuenta que muchas cosas habían cambiado.

Los atardeceres junto al malecón, el callejón de Hamel (donde, sin querer, nos encontramos a Los Orishas en un “palomazo”), el Morro y el cañonazo de las 9, y ese sentimiento de nostalgia que, en general, se siente en toda la isla. La última noche, ya con varios tragos encima, decidí acercarme a un grupo de jóvenes que se encontraban bebiendo cervezas en un parque (cosa completamente normal, ya que no existe restricción alguna para beber alcohol en las calles), y, para no extenderme de más, terminamos fumando cigarros cubanos y bebiendo ron en casa de uno de ellos. La noche se pasó rápidamente entre anécdotas y tabacos. Todas estas y muchas otras cosas comenzaron a llegar a mi memoria cuando, mientras seguía enjuagando los trastes sonaba El cuarto de Tula, Pueblo nuevo y Dos gardenias. Me puse a pensar en lo rápido que pasa el tiempo, y de lo inclemente que eso puede ser. Unos meses después de ese viaje murió mi hermano; cinco años de ese viaje, y cinco años de su muerte. Y justo en esos momentos comenzó a sonar Veinte años, canción que justo habla sobre eso, sobre la inclemencia brutal del paso del tiempo. Ahora pienso que esos cinco años, en un parpadeo se convertirán en veinte, como los de la canción, y mientras tanto, de vez en vez seguiré pensando “si las cosas que uno quiere se pudieran alcanzar…”.

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No podía creer lo lentos e iguales que pasaban todos los días. Se trataba de una rutina interminable en la que nada nuevo acontecía. ¿Cuánto tiempo más me faltaba por vivir así? ¿cinco, diez, veinte años? Mi vida era una tortura inacabable que no sabía por cuánto más podría sostener.

Una noche, decidí ir a buscar una prostituta; no tenía amigos, ni familia, por lo que no existía una sola alma en el mundo con quien pudiera charlar. Al llegar con ella, inmediatamente preguntó:


– ¿Qué es lo que vas a querer?

–  Quiero platicar contigo

– Suelen ser bichos raros los tipos como tú que contestan esas cosas

– Acertaste, nena

Supongo que, después de todo, las arrugas en mi rostro, mis ojeras, mi cabello canoso y maltratado y el fuerte hedor a cigarro y sudor que despedía no fueron suficientes para asustarla, por lo que, encogiéndose de hombros, comenzó a caminar a mi lado.

Llegamos a una cantina de muy mala muerte; el olor a orines de los baños se podía respirar en la mesa en la que estábamos. Me senté, pedimos un par de tragos, y encendí un cigarrillo sin decir nada.

– Para querer platicar, no eres alguien muy bueno conversando – dijo ella casi burlándose de mí. Y tenía razón, la última vez que había hablado con una mujer había sido unos años atrás con mi exesposa, quien ahora vive en California y tiene dos hijos. Aun con lo que ella me dijo, no solté ni una sola palabra. Ella comenzó a fumar también, y me preguntó si tenía esposa, o a qué me dedicaba, pero yo, de nueva cuenta, no dije nada. Comenzaron a llegar los tragos y los fuimos consumiendo velozmente sin siquiera mirarnos los rostros. Después de sesenta minutos, me dijo que mi tiempo se había acabado:

– Lo siento, guapo, me voy, tengo que levantarme temprano – y una vez dicho eso, se fue.

En esos momentos la envidié con todo mi corazón y con todas mis fuerzas, debido al hecho de que ella tenía una razón, sea cual sea, para levantarse a la mañana siguiente; para mí, sólo existían los tragos y los cigarros que aun continuaban sobre la mesa, y después de eso, todo volvería a ser exactamente igual que el día anterior.

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Era verano, por lo que el calor era insoportable, y estando dentro de ese pequeñísimo recinto, se acentuaba todavía más lo alto de la temperatura. No tardamos en pedirnos un par de cervezas, lo más frías que se pudiera, y éstas llegaron casi de inmediato; cuando quisimos pagarlas, nos dijeron que eran gratis, lo que nos causó una enorme alegría. Chocamos los vasos y con una sonrisa nos dijimos “salud”.

Habíamos pedido un par de rondas más, cuando en esos momentos se apagaron las luces y pudimos ver salir a los miembros de la banda uno por uno. Sin previo aviso, escuchamos un “Good evening, Berlin!” y de inmediato, se oyó el icónico “1,2,3,4!”. Con furia y velocidad comenzó a sonar Rockaway Beach, Judy Is A Punk, Oh Oh I Love Her So, Chainsaw y Let’s Dance: cinco canciones en diez minutos; era exactamente como siempre lo habíamos imaginado. Estábamos ya empapados de sudor por no haber dejado de brincar y empujar en el slam.

Después de varios frenéticos minutos más, los ánimos se calmaron y comenzó I Wanna Be Your Boyfriend. Cantamos con tal fuerza y alegría, que yo sentía que esos coros podían escucharse hasta la Ciudad de México. En esos momentos comenzó una de nuestras piezas favoritas, Needles and Pins. Volteamos a vernos, porque sabíamos lo que esa canción significaba para los dos: todos aquellos amores de juventud, tanto míos como suyos volvieron en esos acordes; pedimos otras cervezas y volvimos a brindar mientras cantábamos a todo pulmón:

“I saw her today, I saw her face it was a face I love

And I knew I had to run away and get

Down on my knees and pray that they go away

Still it begins needles and pins

Because of all my pride the tears I gotta hide

Ohh I thought I was smart I stole her heart”

Por un momento volvimos a tener 13 y 14 años, con nuestras playeras negras paseándonos por el tianguis del Chopo. Fue en ese momento cuando me di cuenta que estábamos escuchando a la alineación original: ahí estaba Joey Ramone, y recordé que él ya estaba muerto; volteé a ver a mi hermano y supe que él también había muerto hacía ya algunos años, y entonces lo comprendí: yo también estaba muerto, y el cielo es un concierto interminable de The Ramones con cerveza gratis.

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– Sí, lo sé.

– ¿Y sabes que lo nuestro es una mierda también?

– Me vas a hacer llorar

– No, no quiero que llores, sólo necesito saber si entiendes que nuestra relación es una mierda

– Sí, lo sé

– Y sí sabes que yo soy una mierda, ¿verdad?

– ¡Ah sí, eso es lo que más claro tengo en mi vida!

– Muy bien

En ese momento nos terminamos nuestros tragos, prendimos otro cigarro, nos besamos tiernamente con la lengua y nos fuimos a dormir abrazados.

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Pictures of you

Hace un par de días decidí que era hora de organizar todo mi archivo fotográfico, tarea que llevo años posponiendo por las razones que ahora les contaré. Para mí, ver mi vida en aquellos fragmentos de realidad que se llaman “fotografías”, más allá de contentarme, se convierten casi en una automática declaración sobre cómo parece que todo lo he hecho mal. Es decir, que al contemplar toda una serie de circunstancias y personas que ya no se encuentran más en mi vida, de inmediato me reprocho que, todo lo que he hecho, ha sido para que aquello ya no sea más. Ahora bien, entiendo perfectamente la trampa que se esconde detrás de ello, y es el hecho de suponer que “todo pasado fue mejor”. En general, sabemos que las cosas no funcionan así; sabemos que a pesar de que en esas fotografías nos podemos reflejar tan felices o serenos como creíamos ser, en el fondo, también en ese pasado estábamos rodeados por toda una serie de problemas, sin embargo, esto sucede no sólo con nuestra vida personal, sino en general cuando nos la pasamos diciendo que “en nuestros tiempos la música era mejor”, o “en nuestros tiempos las películas eran mejores”, o, como dicta aquella frase que hoy en día está tan de moda, solemos decir “éramos felices y no lo sabíamos”. A pesar de que entiendo esa trampa tan recurrente para la condición humana, he desistido de mi tarea una vez más.

Hace unas semanas vi Retratos de una obsesión protagonizada por Robin Williams, y el diálogo que más me llama la atención de toda la cinta es aquel en el que se comenta que poder ver una fotografía nuestra es signo de que alguien se contentaba con nuestra existencia; alguien se tomó el tiempo para querer capturar nuestro paso por este mundo. Para mí, como ya dije, las fotografías son más esos testimonios que, en el fondo, nos dicen “esto ha muerto”, tal y como lo plantea Roland Barthes en La cámara lúcida. Si alguien se contentó por mi existencia en este mundo, lo único que yo puedo ver en las miles de fotografías que siguen sin clasificar (y que así seguirán otro rato) es el deseo imposible por querer que “eso” vuelva, incluyendo a la persona que fui yo mismo en todas esas situaciones. También sé que, si en diez años, yo encontrara una foto de mí mismo en esta época de mi vida, obviaría circunstancias tan complicadas como la pandemia de COVID-19 o la muerte de mi perro y terminaría por decir algo así como “ojalá las cosas pudieran ser tan sencillas como lo eran en ese momento”.

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