Tuvimos intimidad, no ese intercambio soso y frívolo de carne y fluidos al que ustedes le llaman así. Tuvimos intimidad, de esa a la que pocos seres humanos pueden aspirar en toda su vida. Caminamos de noche, sin destino certero, y el alcohol que nos inundaba la sangre nos hacía reír sin parar, a veces sin motivo alguno. Nos veíamos directamente a los ojos, y en medio de los ríos de gente de la Ciudad de México, era como si estuviéramos completamente solos.
Tuvimos intimidad cuando toqué sus cabellos, y tuvimos intimidad cuando ella rozó tímidamente las yemas de mis dedos, asustada por mi reacción, pero decidida a hacerme saber que quería sentir mi piel.
Tuvimos intimidad cuando, ya ni recuerdo dónde, me acosté sobre su rezago y con mis ojos intentaba capturar hasta el último centímetro de su dermis, y así, con mi cabeza sobre sus piernas, ella comenzó a contarme su vida y yo comencé a relatarle la mía.
Tuvimos intimidad cuando tuve que irme esa noche de su lado, y en un “adiós” que ninguno de los dos queríamos que llegara, le di la espalda, sabiendo que su mirada me seguía, sintiéndola en toda mi espalda.
Tuvimos intimidad cuando nos volvimos a ver unos días después y no sabíamos qué decirnos; habíamos compartido nuestra vida de manera fugaz pero profunda, y ahora las palabras sobraban entre ella y yo.
Tuvimos intimidad cuando el mundo nos volvió a invadir en la cotidianeidad, pero sabíamos que, aun cuando no volviéramos a repetir lo que vivimos, entendimos que siempre existiría esa noche entre ella y yo.
Sí, tuvimos intimidad.
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