Tokio 1980

Era el último día de mi residencia en Tokio. Después de dos años de estudiar en Japón, debía de regresar a la Ciudad de México en unas horas más. Ella y yo estábamos en medio de Shibuya, y el atardecer nipón era poco a poco desplazado por la noche. Los colores púrpuras y carmesí en el cielo se combinaban con los azules oscuros que estaban a punto de consumirlo todo. Algunas estrellas y la luna ya podían visualizarse en esos momentos.

Su nombre era Akane Matsumoto, y para ese entonces teníamos siete de meses de haber empezado a salir. Aunque parecía que el tiempo de estar juntos era poco, nuestra relación era seria debido a la intensidad con la que ella y yo la habíamos vivido. En nuestros ojos se podía ver, detrás del brillo despertado por el romance y esa intensidad antes mencionada, la tristeza y la nostalgia al saber que sólo nos quedaban unos cuantos minutos más antes de que nos tuviéramos que despedir. Intentábamos no pensar en eso. En medio de esa ruidosa multitud, parecía como si sólo existiésemos nosotros.

Teníamos el estomago lleno ya que acabábamos de comer, por lo que decidimos ir a un bar. Caminamos sin rumbo por un rato, y ya bien entrada la noche entramos a una especie de cafetería que tenía puesta la música a muy alto volumen, y sin saber bien el por qué, ese fue el detalle que hizo que nos decidiéramos por ese lugar. Adentro se encontraba un señor como de unos sesenta años que no dejaba de fumar y de beber cerveza, y en otra mesa estaban dos mujeres como de veintitantos años que no cesaban de reír, y comentaban algo sobre un examen que debían de presentar la siguiente semana. Akane y yo pedimos un par de cervezas que llegaron casi de inmediato. En cuanto arribaron los tragos, a los dos nos invadió un profundo sentimiento de pena; pude ver cómo se sonrojaron sus ojos, y cuando ella observó que la estaba viendo a punto de estallar en llanto cambió con velocidad su estampa y me sonrió; me sonrió con esa sonrisa que había cambiado mi vida en estos últimos siete meses. De nueva cuenta, pretendimos que ninguno de los dos sabía que estábamos viviendo nuestros últimos momentos juntos. Con su mano derecha, tomó por detrás de su oreja un pedazo de su cabello y empezó a juguetear con él, haciendo y deshaciendo remolinos. Yo amaba todo de ella, desde su piel color nieve, hasta la última punta de ese cabello negro, largo, lacio, y que no importaba cuándo lo oliera, siempre tenía ese gusto a sakura del cual no me podía cansar.

De pronto, comenzó a sonar Stay With Me de Miki Matsubara; por esos días no era raro escuchar esa canción en todas las estaciones de radio y tiendas de discos en Tokio. Casi de inmediato, Akane tomó mi mano emocionada y me arrastró para que bailáramos juntos: Stay with me, mayonaka no doa o tataki, kaeranaide to naita, ano kisetsu ga ima me no mae. A pesar de que estábamos frente a frente, en la oscuridad de ese establecimiento alumbrado sólo por un par de luces neón y una bola “disco” de tipo occidental, lo único que podía notar con claridad eran sus ojos de cielo y sus dientes perfectos, también color nieve. Ella bailaba de manera extraordinaria, como si le hubiese dedicado su vida a la danza, mientras que yo sólo podía intentar torpemente seguirla en sus pasos, cosa que a ella le daba muchísima risa. Llegado cierto momento, volteé y pude notar cómo las dos estudiantes y el anciano nos veían, y las tres figuras sonreían; las colegialas nos contemplaban como anhelando eso que veían en nosotros para ellas, y la sonrisa del anciano estaba atravesada por una melancolía, quizá al recordar un amor como el nuestro en su propia vida: Stay with me, kuchiguse wo ii nagara, futari no toki wo daite, mada wasurezu, daiji ni shite ita. Mi japonés no era tan fluido todavía, y su español, que le había estado enseñando en esos siete meses tampoco era muy claro, pero no hacía falta que dijéramos mucho, podíamos pasar horas sólo viendo los ojos del otro, y esa era toda la comunicación que necesitábamos.

El tiempo pasó como agua, y al mirar nuestros relojes, nos dimos cuenta que era casi medianoche y que había llegado el momento de decir adiós. Acordamos que me acompañaría al hotel que reservé para poder ir en la mañana al aeropuerto, así que nos dirigimos hacia Kabukichō. Llegamos, y el distrito, como siempre, estaba lleno de vida nocturna: la gente no dejaba de pasar en oleadas que se asemejaban a las representadas por Hokusai, y a lo lejos, otra vez, se podía escuchar Stay With Me. De la nada comenzó una lluvia torrencial, y fue como si no nos importara, porque nos quedamos viéndonos mientras el aguacero empapaba hasta el último milímetro de nuestros cuerpos. Su cabello comenzó a aparecerme como una cascada oculta en algún bosque del lejano país, y a pesar de que no era muy bien visto, finalmente, ahí, en medio de la calle rodeada por izakayas y máquinas pachinko nos abrazamos y nos besamos con una pasión y una tristeza bien mezcladas. Nunca pude saber si las gotas que llenaban nuestros rostros se debían a la lluvia o a las lágrimas que ya no pudieron esperar más para salir: soko ni anata wo kanjite ita no.

Nos separamos, y cada quien tomó su rumbo. Lo último que pude sentir fue la yema de uno de sus dedos. Ninguno de los dos volteó, sabíamos que hacerlo sólo acrecentaría el enorme dolor que ambos experimentábamos. Nunca se lo mencioné, pero si ella hubiese dicho un “quédate” o algo parecido, hubiera dejado todo por permanecer a su lado.

Quedamos que regresaría en doce meses para poder pasar el resto de nuestras vidas juntos. Nunca la volví a ver. Han pasado 40 años, y esa herida en mi corazón sigue abierta: kaeranaide to naita

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Mis amados muertos

Caminé por el Panteón Español; eran aproximadamente las 11 de la mañana. El sol matutino pegaba de una manera agradable, y la brisa del viento estaba acompañada de un sentimiento de tranquilidad y nostalgia. Se escuchaban los sonidos de la naturaleza que bordeaban las tumbas y los monumentos funerarios de todo ese espacio; casi parecía que no me encontraba en la Ciudad de México, una de las más tumultuosas y estridentes del mundo. Ahí, en esa caminata, había dejado de ser presa del ruido y el movimiento de la urbe, para centrarme de manera relajada y pacífica en mis propios pensamientos. Caminando entre las lápidas y estelas, llegó a mí un sentimiento de plenitud, y envidié a todas esas almas y cuerpos que descansaban sin tenerse que preocupar de ninguno de los asuntos de la mortalidad. Leía con cuidado cada uno de los nombres y apellidos de todos esos seres, otrora humanos. ¿A dónde se han ido? ¿Dónde se encuentran? ¿Cuántas historias tendrían para contarme todos ellos? Y entonces comprendí algo: quería estar allí, donde sea que estuviesen, y reposar a su lado. ¡Cuánto me gustaría poder escuchar eternamente esos sonidos de la naturaleza y repetir una y otra vez esa caminata! ¡Cuánto me gustaría poder postrarme en esa hierba descuidada y observar ese cielo azul sin nada más que turbara mi alma!

Quisiera que todos mis seres queridos celebraran mi muerte, y no tanto mi vida, entendiendo que mi más grande deseo ahora pasa por querer descansar con los muertos, deleitándome de manera incansable con aquellos verdes árboles. Me gustaría que el día de mi muerte, sin importar cuándo y cómo llegue, familia y amigos emprendieran una gran fiesta llena de vino, música y comida, porque sabrían que se habría cumplido mi más grande anhelo.

Han sido años de enseñar a oleadas de estudiantes sobre arte gótico, y sólo en esos momentos de mi recorrido en el camposanto comprendí que más allá del análisis de los arbotantes, rosetones, arcos y bóvedas, quería descansar para siempre en una de esas edificaciones. Sólo en ellas la contemplación estética se vería consumada.

Ay, mis amados muertos, qué suerte tienen ustedes, qué felices se han de encontrar de vivir eternamente con ese sentimiento de alegría y virtud, viendo al mundo pasar con sus desgracias, mientras ustedes duermen placenteramente en ese lugar donde ya nada les representa amargura o preocupación. Tarde o temprano, todos abordaremos el navío de Caronte, y mientras que para algunos eso es motivo de angustia, para mí, estando ese día con ustedes, eso se me anunció como una promesa.

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Un breve relato sobre la línea 12 del metro

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Exequias

Hace un par de meses murió mi abuelita, María Leonor Rodríguez, y la siguiente entrada es para hablarles de uno de los primeros recuerdos de toda mi infancia en el que ella fue la actriz principal de esa memoria.

Mi abuelita, originaría de la Ciudad de México, específicamente del Barrio de San Pedro en Iztacalco (lugar en el que yo también nací), después de unos años se fue a vivir a San Francisco Atexcatzinco, en el estado de Tlaxcala. Esto sucedió, más o menos, cuando yo tenía unos cinco años (si la memoria no me falla). Se trataba de un pueblito el cual, en ese entonces, no contaba con calles pavimentadas ni con luz eléctrica, por lo que recuerdo que las primeras noches que pasábamos ahí debíamos de echar mano de velas y veladoras para alumbrarnos. A un costado de la casa de mi abuelita se extendía una enorme milpa que parecía no tener fin alguno. De frente a la misma casita, se encontraba el camposanto del pueblo, por lo que, como ya se imaginarán, todo el escenario nocturno se anunciaba como el lugar perfecto para madrugadas terriblemente oscuras y que, mi abuelita, acompañaba con varias historias de terror y leyendas populares, aquellas que iban desde la aparición de La Llorona y nahuales, hasta el encuentro con ánimas provenientes del purgatorio. Los recuerdos de esas noches profundas siguen apareciendo a en mi mente de manera periódica.  

Para entrar a San Francisco Atexcatzinco se debía cruzar un puente de madera, y, como ya mencioné, ante la ausencia de luz eléctrica los autos debían de pasar con el mayor cuidado posible. En ese puente, narraba mi abuelita, se aparecía El Jinete sin Cabeza, por lo que debíamos de atravesar ese espacio con la mayor rapidez posible. Mi padre tuvo varios desencuentros con mi abuelita, reclamándole que me dejara de contar todas esas lúgubres historias, pero es que era yo quien le pedía que, noche tras noche, no parara de relatarme todos los pormenores de esas apariciones y espectros de la platea saturnina. No era poco común que ella se escapara, ya entradas las altas horas de la noche, para ir la cama en la que yo me quedaba y narrarme todas estas historias.

Desde que tengo memoria, he vivido fascinado por los relatos de demonios y fantasmas, de almas en pena que vagan por nuestro mundo de manera triste y desolada, y hasta hoy en día, para el cine y la literatura, estos siguen siendo mis motivos preferidos.

Unos tres años atrás, desde la fecha en que escribo estas palabras, mi abuelita tomó un curso que ofrecí, intitulado “La construcción de la figura histórica del diablo”; en la última sesión, uno de los participantes me preguntó cuál era el origen de mi fascinación por los temas del inframundo y lo demoniaco, y aprovechando que mi abuelita estaba tomando dicho curso, narré – palabras más, palabras menos – las anécdotas que ahora les comparto. Qué mejor homenaje para ella el expresarles la forma en cómo, hasta el día de hoy, esa viejecilla echó a volar mi imaginación y sin la cual, seguramente, no podría dedicarme a mi escritura, la cual, buena o mala, forma parte imprescindible de lo que soy y he sido durante muchos años.

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Intimidad

Tuvimos intimidad, no ese intercambio soso y frívolo de carne y fluidos al que ustedes le llaman así. Tuvimos intimidad, de esa a la que pocos seres humanos pueden aspirar en toda su vida. Caminamos de noche, sin destino certero, y el alcohol que nos inundaba la sangre nos hacía reír sin parar, a veces…

Crecimos viendo esto: As Told By Ginger

A principios del presente milenio, llegó una serie que cambió una buena cantidad de paradigmas y lugares comunes a la hora de pensar las animaciones dirigidas al público adolescente, ya que, tanto en la forma como en el contenido, se trató de una producción que retó en muchos sentidos, tanto a los directivos de Nickelodeon, como a la propia audiencia. As Told By Ginger, creada por la actriz y guionista norteamericana Emily Kapnek, transmitida desde el año 2000 hasta el 2006, fue la animación que giraba en torno a la vida de Ginger Foutley, una chica sensible y creativa a la que acompañamos en el periodo de su vida que va desde los 13 hasta los 16 años, aproximadamente. Ginger estará acompañada por toda una serie de otros personajes: su madre Lois, su hermano Carl, sus mejores amigas Macie y “Dodie”, y las antagonistas de la serie, Miranda y Courtney Gripling, por mencionar sólo algunos.

Hasta ahora, al lector le puede sonar esta serie como una de entre muchas; en este punto de la exposición, As Told By Ginger de hecho suena como una serie un tanto frívola hecha para adolescentes promedio que no aporta mucho frente a otras, pero, como se dice coloquialmente, “el diablo está en los detalles”. Ginger es una serie que, incluso cuando la veíamos de niños, sabíamos que no era una caricatura convencional. Alrededor de los sesenta capítulos con los que cuenta, temas como el duelo por la muerte de un ser querido, el divorcio, el comienzo de la sexualidad adolescente y lo que conlleva (la menstruación, por ejemplo), el pudor sobre el propio cuerpo y la fidelidad en las relaciones de amistad, son sólo muchos de los temas que se tratan en la serie. Recuerdo dos episodios en particular que en su momento me hicieron pensar bastante, y que ahora a la distancia entiendo el porqué: el primero de ellos tenía que ver con un poema que Ginger escribe, y que, a partir de éste, maestros, familia y compañeros comienzan a preocuparse por el estado anímico de la protagonista, todos con el miedo latente de que Ginger estuviera pensando en el suicidio. Por supuesto que la serie no utilizaba el término “suicidio” como tal, pero era muy obvio que ese era el tema de dicho capítulo. Otro episodio, que igual resaltaba por su tono gris y sobrio era aquel en que Ginger escribía una composición para ser recitada en público, en la que trataba la manera en cómo, la ausencia de su padre, la había afectado desde una infancia muy temprana.

As Told By Ginger tenía una estructura serial, lo que quiere decir que la animación iba avanzando y afectándose en su desarrollo capítulo tras capítulo, por lo que también podemos apreciar cómo es que los personajes se van desarrollando física y psicológicamente, lo que siempre sirvió para crear tramas complejas y profundas. La innovación en Ginger se ve en ciertos detalles, por ejemplo, en el hecho de que se trató de la primera serie animada que hizo que todos sus personajes (sólo con contadas excepciones), utilizaran un atuendo distinto por día, a diferencia de otros protagonistas de series animadas; como admite el propio Bart Simpson, quien ha usado la misma ropa durante varios años seguidos. Quizá no parezca la gran cosa, pero cuando uno atiende a este tipo de detalles, se nota el amor que su creadora y toda la producción pusieron ahí.

Pero Ginger no es sólo esta “telenovela para niños” – como la calificó ya en su momento un primo de mí misma edad – sino que también es una gran comedia animada. Los personajes de Carl y “Hoodsey” agregan ese carácter irreverente, por lo que además de varias reflexiones, la serie también ofrece momentos de hilaridad.

Fue hace unos días que reencontré esta serie en internet, y no quise dejar de escribir sobre ella. La he disfrutado mucho más ahora de adulto que lo que la disfrutaba en su momento, y creo que se debe a que Ginger es uno de esos productos que funcionan en muchos niveles, por lo que, sin lugar a dudas, se las recomiendo encarecidamente.

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Acapulco 1996

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Cinco películas que son tan malas que terminan siendo buenas

Todos hemos pronunciado esa frase que dice “de tan mala que es, terminó siendo buena”, refiriéndonos a esas cintas que son de tan pésima calidad – sea por su guion, su dirección o sus actuaciones – que no resultan aburridas o insoportables, sino que se volvieron parte de una tarde agradable en casa. Esas películas que nos han servido en una serie interminable de charlas de café para reírnos con aquellos que también han tenido la “oportunidad” de toparse con alguna de esas cintas. Hoy, rendiremos tributo a cinco de esos filmes que terminaron por captar nuestra atención por 90 minutos o más a pesar de ser todo un desastre. Sirva también esta lista a manera de recomendación para todos aquellos que no se han encontrado con alguna de estas “joyas” en su camino.

1.- Stealing Harvard: seguramente, todos aquellos que comparten, más o menos, mi fecha de nacimiento (1989) recordarán a Tom Green, aquel excéntrico que formó parte sustancial del MTV de los años 90’s. Como presentador de distintos eventos, y anfitrión de su propio programa (The Tom Green Show), el alocado personaje representó todo un ícono lleno de irreverencia que llevó el humor escatológico, sexual y corporal al siguiente nivel. Pues en el año del 2002, Green aparecería en la pantalla grande en la cinta titulada Stealing Harvard, comedia en la que junto con Leslie Mann y Jason Lee, nos adentramos en la difícil misión de, por una promesa hecha en la infancia, conseguir el dinero para que la sobrina del protagonista pueda asistir a la prestigiosa universidad que se menciona en el título de la cinta. Como se imaginarán, el filme no contiene ni el guion mas desarrollado, ni las actuaciones más profundas, pero para cualquiera que se olvide de la categoría de “lo artístico”, esta obra es merecedora de ser vista una y otra vez.

2.- La Santa Muerte: el humor involuntario muchas veces resulta ser más divertido que aquel que se hace con la finalidad explícita de hacer reír, y La Santa Muerte de Paco del Toro es un claro ejemplo de ello. Esta cinta del 2007, creada con un claro mensaje religioso, parece que se olvida del concepto de “cinematografía”, ya que desde el guion, las actuaciones, la fotografía y llegando hasta la dirección, todo en esta cinta, – ¡todo! -, está mal hecho; no existe algo que se haya hecho con calidad en esta cinta. Ojo: no digo que el mensaje de la película esté bien o mal, ya saben, cada quien con sus creencias, pero lo que sí es digno de ese humor involuntario del que hablamos es toda la producción de esta “película” [sic]. Por favor, dense la oportunidad de ver La Santa Muerte de Paco del Toro para que entiendan de qué les estoy hablando.

3.- El Cavernícola: nadie puede negar la enorme fama que alcanzaron The Beatles en el siglo pasado, siendo reconocida, por muchísimos críticos y por el público en general como la mejor banda de rock de la historia. Es común que, ante tales niveles de popularidad, la Industria Cultural busque sacar el mayor provecho de esos momentos, comercializando toda una serie de productos que van desde loncheras hasta cajas de cereales, pasando, por supuesto, por la industria cinematográfica. Todo este preámbulo es para introducirlos a la película de 1981 protagonizada por Ringo Starr, en la cual interpreta al cavernícola llamado Atouk. Los efectos especiales son terribles, las actuaciones son pésimas, el guion está mal escrito, e incluso la cinta se siente lenta y cansada, y, sin embargo, para todo fan respetable de Los Beatles, esta es una parada obligada. Aún si no son fanáticos del Cuarteto de Liverpool, El Cavernícola es una cinta que puede llegar a entretenerlos y hacer que se rían un rato.

4.- Cable Guy: la primera referencia que tengo de esta película es – como muchas otras cosas en mi vida – un episodio de Los Simpson, en el cual, la familia norteamericana entra a un restaurante tipo Planet Hollywood en el que varios objetos pertenecientes al mundo de la farándula son expuestos en las paredes. Lisa observa el “espantoso guion de Cable Guy”, y Homero termina destruyéndolo con furia debido a que “casi arruina la carrera de Jim Carrey”. Años después tuve la oportunidad de ver la cinta en cuestión, y déjenme les digo lo siguiente: si son puristas del cine, o si consideran que la cinematografía debe ser profunda y debe suscitar reflexiones o debates intelectuales, no se acerquen a Cable Guy. Por mi parte, es una de mis cintas favoritas, y más allá de esas consideraciones puristas a las que hago referencia, sólo hacer falta ver el casting de la obra para que se hagan una idea de la “obra maestra” de la que les hablo: Ben Stiller, Leslie Mann, Bob Odenkirk, Jack Black, Owen Wilson, Matthew Broderick y, por supuesto, Jim Carrey. Más allá del súper elenco que la cinta contiene, Cable Guy no es un humor para todos, por lo que la cinta se resume en una de esas obras que se aman, o se odian.

5.- Hostel III: a muchas personas no les agradó la primera parte de esta saga producida por Quentin Tarantino y dirigida por Eli Roth; la segunda entrega fue todavía más criticada, y llegando a esta última parte, tanto la crítica como el público estuvieron de acuerdo en que se trataba de una porquería. Hay que decir que para esta tercera entrega ni Tarantino ni Roth participaron en la cinta, y eso explica el por qué de la bajísima calidad del filme, sin embargo, a pesar de lo mala que es, Hostel III es una película que puede sacarnos varias carcajadas. Si usted es fan de ver algunas tripas, sangre y escenas sexuales mezcladas con algo de violencia, quizá Hostel III sea una buena opción para una tarde de domingo.

Y así llegamos al final de esta infame lista. ¿Conocían alguna de estas cintas? ¿Estarían de acuerdo en que son tan malas que terminan siendo buenas? ¿Qué otras películas incluirían ustedes en esta lista? Déjenme sus comentarios para poder seguir ampliando la selección de estas terribles (quizá no tan terribles) obras cinematográficas.

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No son pocas las ocasiones en que, sin darnos cuenta, estamos viviendo épocas de nuestra vida que, más adelante, serán recordadas con nostalgia. Lo que quiero narrarles en esta ocasión tuvo lugar entre los años 2018 y 2019.

Se me ofreció la oportunidad de dar clases de arte en la Universidad del Claustro de Sor Juana, cosa que acepté de inmediato, ya que necesitaba ese trabajo después de encontrarme por más de 3 años sin haber recibido ninguna oferta laboral – me había quedado sin trabajo desde que renuncié para terminar mi licenciatura en Historia, proyecto que se vio truncado por la muerte de mi hermano, así que me encontraba en una especie de “limbo” –. El problema con la propuesta laboral consistía en que, para esos momentos de mi vida y de mi formación académica, nunca me había dedicado al terreno del arte ni de la estética filosófica, pero como dije, no podía dejar de pasar esa inesperada oportunidad.

Para poder dar clases de calidad y establecer buenas relaciones, tanto con mis alumnos como con las autoridades del Colegio de Arte y Cultura, decidí que la mejor opción era aplicar para la Especialidad en Historia del Arte, ofertada por el Instituto de Investigaciones Estéticas de la UNAM, y poco después de presentar mi solicitud, fui aceptado.

En aquellos momentos de mi vida me encontraba en una relación sentimental turbulenta; mis finanzas personales tampoco eran del todo buenas; vivía demasiado lejos, tanto de mi trabajo como de la Unidad de Posgrado en donde las clases de la especialidad tenían lugar, y en general, creo que mi vida estaba hecha un caos emocional. Tomar clases no era cosa sencilla: me encontraba agobiado por el trabajo, por el dinero y por las continuas peleas con mi pareja. Me costaba mucho poner atención, y casi siempre estaba acompañado por un sentimiento de cansancio y tristeza. Supongo que, por las mismas razones, nunca estuve en condiciones de establecer ninguna relación de amistad con los compañeros: me sentía extraño y alejado de todos ellos, como si yo formara parte de otro planeta, cosa que sólo hacía que se acrecentara el sentimiento de soledad y alienación.

Mi rutina diaria estaba marcada por la prisa: debía despertarme alrededor de las 4:30 am para estar en el Claustro a las 7 am; daba clases de 7 am hasta la 1 pm; desde el Claustro, debía correr a Metrobús Chilpancingo para tomar mi sesión de psicoanálisis; tomaba esa misma línea del Metrobús y llegaba hasta Ciudad Universitaria; si la cosa iba bien, me daba tiempo de calificar algunas tareas o exámenes y comer una bolsa de frituras o algún otro alimento chatarra; asistía a los cursos de la especialidad, y más o menos, alrededor de las 9 pm, tomaba de nueva cuenta el Metrobús para poder llegar a mi hogar, cosa que pasaba como a las 11:30 pm; (los viernes y los sábados tenía que agregar los horarios de la maestría en psicoanálisis que cursaba también ya en ese entonces). Llegaba a mi departamento, intentaba cenar algo, preparaba las clases del siguiente día, y la exasperante rutina se repetía. En promedio estaba durmiendo alrededor de 5 horas, y en raras ocasiones comía de manera saludable más allá de algún refrigerio.

La ruta, tanto de ida como de regreso a mi hogar, estaba atravesada por la línea 12 del metro (aquella que ha estado marcada por la desgracia y los siniestros en los últimos años). Por las mañanas, observaba desde el andén la iglesia de San Andrés Apóstol, en la estación donde mi recorrido comenzaba (San Andrés Tomatlán), y en mí se despertaba un sentimiento propio de la experiencia religiosa, algo así como esa voz que Wittgenstein escuchó diciéndole: “nada puede hacerte daño”. Deseaba con fervor que unas palabras de ese tipo me fueran recitadas…

Por las noches, después de haber cruzados mares inacabables de gente, llegaba desde Ciudad Universitaria hasta metro Zapata, y de ahí podía transbordar a la línea 12. La parte subterránea del recorrido me era completamente indiferente, pero una vez que los vagones se elevaban sobre las inclementes columnas de hormigón, yo podía observar las luces de la ciudad y adentrarme en toda una serie de fantasías: ¿quiénes son todas estas personas? ¿cómo la estarán pasando en la vida? ¿algunos de todos estos seres humanos se sentirán como yo me siento? ¿qué harán todas estas personas cuando llegan a sus hogares noche tras noche? Yo recargaba mi cabeza contra las ventanas del vagón y me quedaba ahí pensando en todas estas cosas.

Al bajar, compraba un cigarro, y desde ahí comenzaría la siguiente parte de mi recorrido. Pasaba por toda una serie de terrenos baldíos y unidades habitacionales; después vendría un parque que me indicaba que estaba a punto de llegar; subía las escaleras de mi edificio, en completa oscuridad, hasta que llegaba a mi departamento; utilizaba mis llaves para abrir, prendía la luz, entraba y cerraba la puerta a mis espaldas. A veces me daban ganas de llorar – hasta la fecha no entiendo bien el por qué – y en otras ocasiones sólo repetía los movimientos cenar-trabajar-dormir intentando no pensar demasiado.

Hace poco, no sé por qué, recordé todos esos paseos nocturnos; recordé cómo era hastiarme de la gente y cómo era tenerle miedo al paso de los minutos que se consumían de manera voraz desde que salía de CU hasta llegar a mi departamento. Pero, sobre todo, recordé esos episodios en los que, por las noches, observaba las luces de la ciudad desde las alturas de la línea 12 del metro, y cómo llegaban a mí todas esas fantasías e interrogantes. Podría parecer extraño, pero recordé esa sensación, y algo que en su momento fue tan tedioso, ahora volvía a mí con un dejo de añoranza, al punto en que deseé repetir esa ruta en algún momento. Ahora ya no vivo en ese departamento, ni estoy con esa pareja que relato, ni estudio la especialidad o la maestría; talvez, lo que se ha producido en mí a la hora de recordar ese trayecto sea la conciencia de lo rápido que pasa el tiempo y de cómo todo cambia de manera irreparable, aunque no nos demos cuenta.

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Recuerdo que hace unos años, uno de mis sobrinos me preguntaba por las animaciones que a mí me tocó ver a su edad, es decir, aproximadamente a los siete u ocho años; más allá del anime como Dragon Ball, Sailor Moon o Caballeros del Zodiaco, entre otras series que yo veía en esa época, vino a mi mente El show de Ren y Stimpy. Busqué en YouTube algún capítulo de dicha serie y le mostré el primero que apareció. No habían pasado ni cinco minutos cuando él me preguntó sorprendido si ese era el tipo de caricaturas que los niños de mi edad vimos en su momento, y no podía creer que algo así como lo que él estaba visualizando pudiera haber sido creado para un público infantil. Esto no fue ninguna revelación para mí, ya que, desde que yo veía el programa, la controversia había tocado de manera recurrente al show de Ren y Stimpy.

Como dije, yo tenía alrededor de siete años cuando mi mamá pasaba por mí y mi hermano a la primaria; llegábamos a comer, y mientras comíamos veíamos en televisión abierta a Ren y Stimpy. Más allá de que a mi madre ciertas escenas le causaran asco o incomodidad, recuerdo que ella se reía junto a mí y Fernando, y esta rutina que comento se prolongó durante bastante tiempo, no recuerdo cuánto, pero así pasaron los años. Posteriormente el show fue cancelado, y muchos años después, ya siendo adolescentes, mi hermano y yo nos dimos a la tarea de buscar la serie ahora en formato DVD. Menciono esto por dos cosas: más allá de la controversia que acompañó al programa, mi madre nos dejaba ver a Ren y Stimpy, tanto así que se convirtió en uno de los recuerdos más importantes de nuestra infancia al punto de buscarla más adelante.

Pero, ¿de qué va El show de Ren y Stimpy? La caricatura, creada en 1991 por John Kricfalusi nos presenta a Ren Höek, un chihuahua neurótico y por momentos perverso que vive acompañado de Stimpson J. Gato, un felino que a diferencia de Ren es dulce e ingenuo y su visión de la vida es bastante inocente y cándida. La serie no tenía ningún tipo de linealidad; lo que veíamos era a estos dos personajes en varias situaciones inverosímiles y disparatadas. Me sería imposible hablar de todos los eventos que acontecieron en la serie, lo que sí puedo hacer es traer aquí algunos de los episodios que desde aquella lejana infancia sigo manteniendo en mi mente: el episodio sobre el Hada de los Dientes, una versión “poco común” – por decir lo menos – del personaje de fantasía; cuando Ren se vuelve una gran estrella del cine de Hollywood; el episodio de Olorín (que no era otra cosa que una flatulencia de Stimpy, quien se convierte en su mejor amigo), o cuando Stimpy se vuelve el enfermero de Ren. Mención honorífica al episodio donde Ren se vuelve productor de un cortometraje animado titulado “Me gusta el rosa”, protagonizado por Explody. Hasta la fecha, río a carcajadas (¡se los juro!) cada que lo veo en YouTube. Considero a ese episodio y al cortometraje en cuestión una obra de arte de la comedia de lo absurdo. Son fragmentos como estos los que nos dejan valorar, hasta hoy en día, el hecho de que Ren y Stimpy nunca fue una caricatura para niños, sino un ejercicio de animación de finales del siglo XX que coqueteaba ya con temas y tonos surreales que definirían la animación para adultos todo lo que se haría posteriormente.

Además, encontramos a toda otra serie de personajes igual de perturbadores que el propio Ren y Stimpy, por ejemplo, el Señor Caballo, el Hombre Tostadas en Polvo, el Capitán Fangoso, Kowalski y Sammy Mantis Jr.

Ren y Stimpy también contenía una buena cantidad de sátira a la sociedad del espectáculo: desde aquella que iba dirigida a la industria cinematográfica, como a todo el marketing enfocado al posicionamiento de productos para niños. Sobre esto último, y si ustedes vieron la serie en su momento o posteriormente, recordarán los anuncios dentro de la transmisión del programa de “Tronco” y “Sebo” o la famosa «Arena Pulcrogato».

Le debemos mucho, muchísimo a Ren y Stimpy: gracias a esta serie muchos nos familiarizamos desde edades muy tempranas con el jazz, el blues y la música clásica, y por supuesto, lo más importante, Ren y Stimpy fue la serie que le abrió las puertas a toda una nueva generación de animación: nunca hubieran existido Los Simpson, Los Reyes de la Colina, South Park, La Vaca y el Pollito y Beavis and Butt-head sin Ren y Stimpy; no lo digo yo, lo dicen sus propios creadores, Matt Groening, Trey Parker y Matt Stone, David Feiss y Mike Judge.

Ren y Stimpy es y será, por su propio mérito y por la influencia que tuvo en toda la animación de lo siglos XX y XXI, una pieza fundamental de la historia de la animación.

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¿Y tú qué opinas de Adam Sandler?

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Intimidad

Tuvimos intimidad, no ese intercambio soso y frívolo de carne y fluidos al que ustedes le llaman así. Tuvimos intimidad, de esa a la que pocos seres humanos pueden aspirar en toda su vida. Caminamos de noche, sin destino certero, y el alcohol que nos inundaba la sangre nos hacía reír sin parar, a veces sin motivo alguno. Nos veíamos directamente a los ojos, y en medio de los ríos de gente de la Ciudad de México, era como si estuviéramos completamente solos.

Tuvimos intimidad cuando toqué sus cabellos, y tuvimos intimidad cuando ella rozó tímidamente las yemas de mis dedos, asustada por mi reacción, pero decidida a hacerme saber que quería sentir mi piel.

Tuvimos intimidad cuando, ya ni recuerdo dónde, me acosté sobre su rezago y con mis ojos intentaba capturar hasta el último centímetro de su dermis, y así, con mi cabeza sobre sus piernas, ella comenzó a contarme su vida y yo comencé a relatarle la mía.

Tuvimos intimidad cuando tuve que irme esa noche de su lado, y en un “adiós” que ninguno de los dos queríamos que llegara, le di la espalda, sabiendo que su mirada me seguía, sintiéndola en toda mi espalda.

Tuvimos intimidad cuando nos volvimos a ver unos días después y no sabíamos qué decirnos; habíamos compartido nuestra vida de manera fugaz pero profunda, y ahora las palabras sobraban entre ella y yo.

Tuvimos intimidad cuando el mundo nos volvió a invadir en la cotidianeidad, pero sabíamos que, aun cuando no volviéramos a repetir lo que vivimos, entendimos que siempre existiría esa noche entre ella y yo.

Sí, tuvimos intimidad.

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«No dejes de sonreír»

Iba caminando por la Calzada de Tlalpan, cuando vi una barda pintada con una especie de mural: se trataba de dos niñas pequeñas y un zorro, las tres figuras en un bosque, y en medio se encontraba la leyenda “no dejes de sonreír”. Algo se movió dentro de mí, y decidí que cambiaría los planes…

El mejor videojuego de la historia: Castlevania: Symphony of the Night

Yo tenía diez años, y, no recuerdo bien por qué razón, pero mis padres, mi hermano y yo, fuimos una tarde al mercado de Jamaica. Era bastante común que visitáramos esa zona del ya desaparecido Distrito Federal (que no es lo mismo que la Ciudad de México).

Mientras recorríamos los pasillos del mercado, pasamos por un puesto que vendía juegos piratas de Playstation, y no sé si mi hermano y yo pedimos alguno, o si mis papás estaban de muy buen humor y en las condiciones económicas propicias para ofrecernos comprar uno de esos juegos, pero la cosa fue que nos dieron a elegir un disco de esos que, por aquel entonces, costaban más o menos diez pesos. Dejándome llevar por las portadas (ya que no tenía en mente ningún juego en específico) elegí uno de ellos donde se mostraba un enorme castillo en la cima de una montaña, con una noche lúgubre y una lluvia inclemente como telón de fondo. No sé si ya lo he contado en otra ocasión, pero desde muy pequeño me llamó la atención todo lo que tenía que ver con lo demoniaco y lo fantasmagórico, por lo que, ese castillo tenebroso hizo que ése fuera el juego que terminé pidiendo. El título del videojuego era Castlevania: Symphony of the Night.

Llegué a casa, y como era común cada que compraba un videojuego nuevo, lo primero que hacía era probarlo, pero ante la dificultad del primer jefe – el mismísimo Drácula – lo dejé quién sabe por cuánto tiempo.

Los recuerdos de toda esa época me resultan borrosos, así que no podría decir cuánto tiempo pasó desde ese día hasta lo que voy a contarles a continuación. Era una tarde muy fría y lluviosa, de aquellas en las que parece que el cielo está a punto de caerse, y las nubes grises ensombrecen y opacan todos y cada uno de los rayos solares que intentan atravesarlas. En el extinto Canal 4 de la televisión mexicana, pasaban una película de terror sobre una casa de muñecas, en la que los títeres que la habitaban tomaban vida por las noches. Hasta la fecha no tengo ni idea de cuál era el nombre de ese filme ni ninguna otra información. Una vez que terminó esa función vespertina, me quedé con ganas de seguir disfrutando de lo sobrenatural, por lo que sin saber muy bien qué hacer en esa tarde ominosa, le di otra oportunidad al videojuego comprado en Jamaica; después de eso, no pude dejar de jugarlo.

 Castlevania: Symphony of the Night otorgaba una experiencia que ningún otro juego me había ofrecido hasta ese entonces. Había esqueletos que intentaban apuñalarte; enfrentamientos directos con La Muerte, empuñando su guadaña lista para atacar; vampiros, calabozos, laboratorios de alquimia, todo acompañado con un soundtrack que, muchos años después, reconocería como una pieza maestra, no sólo de la historia de los videojuegos, sino de la música contemporánea en su totalidad: les estoy hablando de Nocturne in Midnightde Michiru Yamane. Recuerden que para ese entonces no había dispositivos móviles, ni redes sociales, vaya, no existía ni siquiera el Wifi; tener conexión a internet en el hogar se mostraba, todavía, como algo utópico y fantasioso, por lo que todo esto que les estoy relatando lo estaban viviendo miles de otros jugadores alrededor de todo el mundo, pero no había manera de que yo lo supiera.

Cada que tenía un tiempo libre (mayoritariamente en las noches), corría a la Playstation a intentar vencer a todos los esbirros del Conde Drácula, recorriendo cada uno de los escenarios que me aparecían. El juego tenía una dificultad considerable, por lo que había que intentar derrotar a cada uno de los enemigos una y otra vez. Además de la dificultad, la extensión era enorme, cosa que también significó, para ese momento en la historia de los videojuegos, algo con lo que SOTN estaba rompiendo paradigmas.

En Halloween y Día de muertos invitaba a mis primos a jugar Castlevania, con lo que, como ya se estarán imaginando, más allá de lo increíble que el juego resultaba ser, cada que pienso en SOTN llegan a mi cabeza incontables recuerdos sobre mi infancia.

Por más horas que uno jugara, pareciera que la aventura era interminable, tanto así que fue cuestión de años lo que me tomó para terminar el juego. Otra vez, recuerden, no había blogs, ni guías en internet, ni videos en YouTube que te revelaran secretos, todo era a partir de jugar por horas e ir desentrañando los secretos por tu propia cuenta. Podía quedarme atascado en un jefe imposible de vencer, o dando vueltas por todo el castillo de Drácula sin saber qué había que hacer después, pero todo valía la pena cuando, finalmente, se encontraba una nueva sección del castillo y se avanzaba en la aventura, sólo para encontrarse con más enigmas o con enemigos cada vez más fuertes. La verdad es que no pesaba jugar una y otra vez SOTN, ya que, como había comentado, el soundtrack a manos de Michiru Yamane era una delicia; incluso había ocasiones en que jugaba sólo para poder escuchar la música del juego (piensen: sin YouTube, Spotify o cualquiera de las herramientas recientes, no había otra forma de poder escuchar la música del SOTN).

Cada que avanzaba, siempre me quedaba sorprendido con las bestias infernales que resguardaban la guarida del Conde; eran animaciones y diseños que me “volaban la cabeza”:

Beelzebub

Orlox

Legion

Estos son sólo algunos de los seres de pesadilla que había que exterminar para poder seguir progresando en el juego, muchos de ellos tomados del folclor popular, de Hollywood o de entregas anteriores de la misma saga. Los escenarios, que van desde catedrales góticas, hasta coliseos romanos, no dejaban de sumergirme completamente en la atmosfera del castillo. Alucard – hijo de Drácula, protagonista del juego -podía transformarse en un poderoso lobo o en niebla para acceder a lugares inexplorados del castillo, así como lanzar hechizos, y los diálogos de éste y los otros personajes siguen grabados en la memoria de todos los que lo jugamos

Podría seguir escribiendo por horas todo lo que SOTN significó para mí de niño, y todos los recuerdos y las impresiones que, todavía hoy, el juego sigue ocasionándome.

Hasta la fecha, cada que puedo vuelvo a jugar el SOTN, el que, sin lugar a dudas, para mí y para varios jugadores en todo el mundo es el mejor videojuego de toda la historia.

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La resurrección que todos esperábamos: Bloodstained: Ritual of the Night

En 1997 salió a la venta el videojuego que para muchos es, incluyéndome, uno de los mejores y más importantes de la historia de la industria: Castlevania: Symphony of the Night – obra de la que no entraré en detalles porque merece su propia entrada -. Esta entrega, perteneciente a la famosa saga de videojuegos que inició en 1986 para la NES (Nintendo Entertainment System), vino a revolucionar no sólo a la colección de los Castlevania, sino que se considera como un momento paradigmático en el acontecer del mundo de los videojuegos, tanto así que, junto con Super Metroid, se le considera el padre del subgénero conocido como Metroidvania.

El genio detrás de la escritura, producción y realización de SOTN fue Koji Igarashi, quien en su momento trabajó para Konami y quien hoy en día ha seguido creando videojuegos por su cuenta, siendo reconocido en la actualidad como una leyenda en el mundo del gaming.

SOTN fue un éxito y es hasta hoy en día considerado como un juego de culto. No es extraño encontrarse directos en vivo en plataformas como YouTube, así como speedruns y toda una plétora de otros videos sobre contenido de la obra de 1997; con esto quiero decir que, más de medio cuarto de siglo después de su génesis, la obra maestra de Igarashi se juega como si se hubiese estrenado ayer.

Durante muchos años, Igarashi continúo entregando otros Castlevania que siguieron muy de cerca la fórmula del Symphony of the Night, y todos ellos fueron bien recibidos por el público y la crítica, sin embargo, desde hace ya aproximadamente más de una década, Konami ha dejado morir varias de sus sagas más importantes; no sólo Castlevania, sino otros éxitos de la empresa nipona como Silent Hill han quedado en el olvido más allá de la demanda de los fanáticos de esas célebres franquicias. La razón de lo anterior es interesante y curiosa: Konami se ha dedicado a las máquinas Pachinko (パチンコ), esa especie de “pinball” moderno que inunda las calles de Tokio y otras ciudades de Japón.  Los fans le han reclamado durante poco más dos lustros la empresa que reviva a Castlevania, pero ellos han decidido que lo mejor es crear remakes o nuevas entregas dirigidas exclusivamente al Pachinko o a dispositivos móviles.

En el año de 2014 Igarashi abandona Konami para continuar con su carrera como productor, director y escritor, pero ahora en solitario, lo que significó que, casi de inmediato, los fanáticos de Castlevania le rogaran que, más allá de los intereses comerciales de Konami, IGA – como también es conocido en el medio – retomará la serie. Por supuesto, los derechos de la saga los posee Konami, por lo que Igarashi no podía hacer un nuevo Castlevania como tal, y ahí fue donde se encontró con la primera dificultad. El otro gran problema era, y como ya se lo estarán imaginando, el dinero. Si algo tenía Konami que le faltaba a Igarashi eran millones de dólares para poder crear un nuevo Castlevania; sin embargo, y aunque el panorama era desolador, en 2015 se lanzó la campaña de micromecenazgo en la plataforma de Kickstarter para el lanzamiento de un nuevo “Castlevania” (y aquí ya le vamos poniendo comillas al título del proyecto). El resultado fue la recaudación de más de 5.5 millones de dólares, con lo que, dándole al público lo que quería, merecía y por lo que se pagó, Igarashi anunció que habría un nuevo juego Metroidvania en sus manos. Hay que decirlo: la campaña que acabamos de mencionar en Kickstarter ha sido una de las más exitosas en toda la historia de la plataforma (y como cosa curiosa, varias fotografías de los mecenas incluso fueron contenidas en los escenarios del resultado final).

Para no “darle más vueltas al asunto”, en 2019 pudimos tener (¡finalmente!) el vástago no autorizado por Konami de Castlevania, obra que fue bautizada como Bloodstained: Ritual of the Night. Es obvio que desde el nombre se trataba de revivir aquella saga olvidada por el gigante nipón de los videojuegos, y el resultado no pudo ser mejor. Bloodstained: Ritual of the Night es una delicia, llena de nostalgia para todos aquellos a los que SOTN marcó nuestra infancia. La jugabilidad es muy parecida, pero ofreciendo nuevas dinámicas y actualizando el concepto. La dirección de arte es hermosa, los escenarios están construidos de manera impecable, y la paleta de colores, así como el diseño de toda la gama de criaturas humanas y bestiales es intachable; el guion es increíble, interesante, profundo, y ofrece una historia novedosa y atractiva. Y la música… ¡ahí es a donde quería llegar, a la música!

Igarashi logró incorporar al proyecto a Michiru Yamane, una de las compositoras japonesas más importantes dentro de la historia de los videojuegos, quien alcanzó la fama y el renombre internacional con el soundtrack de SOTN llamado Nocturne in Midnight, presentándolo en vivo con orquesta sinfónica en varios festivales alrededor del mundo. Sí, ya se imaginarán la delicia que es jugar Bloodstained: Ritual of the Night con la sacrosanta mano de Yamane encargada de la banda sonora. Hay que decirlo: tanto SOTN como Ritual of the Night, valen la pena sólo por la música.

En fin, más allá de reseñar el videojuego, lo que quería era hablarles del largo y sinuoso camino que tuvo Bloodstained: Ritual of the Night para ver la luz. ¿Por qué no reseñarlo? Creo que la mejor forma de acercarse a esta obra maestra es que ustedes la experimenten de primera mano.

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