Era el último día de mi residencia en Tokio. Después de dos años de estudiar en Japón, debía de regresar a la Ciudad de México en unas horas más. Ella y yo estábamos en medio de Shibuya, y el atardecer nipón era poco a poco desplazado por la noche. Los colores púrpuras y carmesí en el cielo se combinaban con los azules oscuros que estaban a punto de consumirlo todo. Algunas estrellas y la luna ya podían visualizarse en esos momentos.
Su nombre era Akane Matsumoto, y para ese entonces teníamos siete de meses de haber empezado a salir. Aunque parecía que el tiempo de estar juntos era poco, nuestra relación era seria debido a la intensidad con la que ella y yo la habíamos vivido. En nuestros ojos se podía ver, detrás del brillo despertado por el romance y esa intensidad antes mencionada, la tristeza y la nostalgia al saber que sólo nos quedaban unos cuantos minutos más antes de que nos tuviéramos que despedir. Intentábamos no pensar en eso. En medio de esa ruidosa multitud, parecía como si sólo existiésemos nosotros.
Teníamos el estomago lleno ya que acabábamos de comer, por lo que decidimos ir a un bar. Caminamos sin rumbo por un rato, y ya bien entrada la noche entramos a una especie de cafetería que tenía puesta la música a muy alto volumen, y sin saber bien el por qué, ese fue el detalle que hizo que nos decidiéramos por ese lugar. Adentro se encontraba un señor como de unos sesenta años que no dejaba de fumar y de beber cerveza, y en otra mesa estaban dos mujeres como de veintitantos años que no cesaban de reír, y comentaban algo sobre un examen que debían de presentar la siguiente semana. Akane y yo pedimos un par de cervezas que llegaron casi de inmediato. En cuanto arribaron los tragos, a los dos nos invadió un profundo sentimiento de pena; pude ver cómo se sonrojaron sus ojos, y cuando ella observó que la estaba viendo a punto de estallar en llanto cambió con velocidad su estampa y me sonrió; me sonrió con esa sonrisa que había cambiado mi vida en estos últimos siete meses. De nueva cuenta, pretendimos que ninguno de los dos sabía que estábamos viviendo nuestros últimos momentos juntos. Con su mano derecha, tomó por detrás de su oreja un pedazo de su cabello y empezó a juguetear con él, haciendo y deshaciendo remolinos. Yo amaba todo de ella, desde su piel color nieve, hasta la última punta de ese cabello negro, largo, lacio, y que no importaba cuándo lo oliera, siempre tenía ese gusto a sakura del cual no me podía cansar.
De pronto, comenzó a sonar Stay With Me de Miki Matsubara; por esos días no era raro escuchar esa canción en todas las estaciones de radio y tiendas de discos en Tokio. Casi de inmediato, Akane tomó mi mano emocionada y me arrastró para que bailáramos juntos: Stay with me, mayonaka no doa o tataki, kaeranaide to naita, ano kisetsu ga ima me no mae. A pesar de que estábamos frente a frente, en la oscuridad de ese establecimiento alumbrado sólo por un par de luces neón y una bola “disco” de tipo occidental, lo único que podía notar con claridad eran sus ojos de cielo y sus dientes perfectos, también color nieve. Ella bailaba de manera extraordinaria, como si le hubiese dedicado su vida a la danza, mientras que yo sólo podía intentar torpemente seguirla en sus pasos, cosa que a ella le daba muchísima risa. Llegado cierto momento, volteé y pude notar cómo las dos estudiantes y el anciano nos veían, y las tres figuras sonreían; las colegialas nos contemplaban como anhelando eso que veían en nosotros para ellas, y la sonrisa del anciano estaba atravesada por una melancolía, quizá al recordar un amor como el nuestro en su propia vida: Stay with me, kuchiguse wo ii nagara, futari no toki wo daite, mada wasurezu, daiji ni shite ita. Mi japonés no era tan fluido todavía, y su español, que le había estado enseñando en esos siete meses tampoco era muy claro, pero no hacía falta que dijéramos mucho, podíamos pasar horas sólo viendo los ojos del otro, y esa era toda la comunicación que necesitábamos.
El tiempo pasó como agua, y al mirar nuestros relojes, nos dimos cuenta que era casi medianoche y que había llegado el momento de decir adiós. Acordamos que me acompañaría al hotel que reservé para poder ir en la mañana al aeropuerto, así que nos dirigimos hacia Kabukichō. Llegamos, y el distrito, como siempre, estaba lleno de vida nocturna: la gente no dejaba de pasar en oleadas que se asemejaban a las representadas por Hokusai, y a lo lejos, otra vez, se podía escuchar Stay With Me. De la nada comenzó una lluvia torrencial, y fue como si no nos importara, porque nos quedamos viéndonos mientras el aguacero empapaba hasta el último milímetro de nuestros cuerpos. Su cabello comenzó a aparecerme como una cascada oculta en algún bosque del lejano país, y a pesar de que no era muy bien visto, finalmente, ahí, en medio de la calle rodeada por izakayas y máquinas pachinko nos abrazamos y nos besamos con una pasión y una tristeza bien mezcladas. Nunca pude saber si las gotas que llenaban nuestros rostros se debían a la lluvia o a las lágrimas que ya no pudieron esperar más para salir: soko ni anata wo kanjite ita no.
Nos separamos, y cada quien tomó su rumbo. Lo último que pude sentir fue la yema de uno de sus dedos. Ninguno de los dos volteó, sabíamos que hacerlo sólo acrecentaría el enorme dolor que ambos experimentábamos. Nunca se lo mencioné, pero si ella hubiese dicho un “quédate” o algo parecido, hubiera dejado todo por permanecer a su lado.
Quedamos que regresaría en doce meses para poder pasar el resto de nuestras vidas juntos. Nunca la volví a ver. Han pasado 40 años, y esa herida en mi corazón sigue abierta: kaeranaide to naita…
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