In My Restless dreams…

Yo comencé en el mundo de los videojuegos desde muy niño, como ya había mencionado en muchas otras entradas; y desde siempre me ha gustado todo lo relativo al mundo del terror, como también he mencionado en entradas anteriores; en consecuencia, los videojuegos de terror siempre fueron algo por lo que sentí una especial atracción. Fueron muchos los títulos con los que, más o menos desde que tenía once años empecé a incursionar en el género: Resident Evil, Clocktower, Parasite Eve, Alone In The Dark y así podría seguir la lista; sin embargo, el juego que llegó a cambiar toda mi experiencia con el Survival Horror y que hasta hoy en día tiene un lugar especial en mi historia de vida, sin lugar a dudas fue Silent Hill

Pues sí, tenía mi Playstation, primera consola de videojuegos desarrollada por Sony, la cual nos trajeron los Reyes Magos a mí y a mi hermano por ahí del año de 1995. El día que cumplí once años, mis papás me llevaron a que eligiera un juego por mi cumpleaños, y recuerdo haber visto esa enigmática portada en tonos grises y decidirme por ese título; recuerden que el internet no era lo que hoy en día: no había smartphones, ni WI-FI, ni YouTube, por lo que comprar un videojuego en ese entonces tenía más que ver con un asunto de intuición o algo que se platicaba con los compañeros de escuela en el recreo. Recuerdo muy bien que después de comprar el juego, fuimos los cuatro a cenar a un restaurante muy famoso por esa época aquí en la Ciudad de México que se llamaba “California”, y luego llegamos a casa; en el canal 5 de la televisión mexicana, pasaban “Pequeños gigantes”, esa película sobre futbol americano que seguramente toda mi generación ubica. Y ese fue mi cumpleaños número once.

Unas cuantas semanas después, llegaron las vacaciones de verano (mi cumpleaños es el primero de mayo) y la dinámica en la familia cambió, ya que mis padres trabajan en varios pendientes por la mañana y mi hermano salía más tarde del colegio, por lo que pasaban a recogerme y me quedaba solo en casa como hasta las cinco o seis de la tarde. En esos días, y dado que ya me encontraba de vacaciones y con bastante tiempo libre de sobra, fue que decidí comenzar a jugar Silent Hill. La obra audiovisual me atrapó: rudimentaria para nuestros días, probablemente, pero en ese momento yo nunca había visto una animación como la que prologaba a Silent Hill, todo acompañado por la música sofocante e inquietante compuesta por Akira Yamaoka; aquella mandolina siniestra erizaba los vellos de la piel desde los primeros compases. Después de aquella macabra introducción, que dejaba con más preguntas que respuestas, la aventuraba comenzaba, tomando el papel de Harry Mason, un escritor de 32 años quien es padre de la tierna Cheryl, niña que por razones que no quedan muy claras, le pide a su progenitor que vayan de vacaciones a un extraño lugar llamado Silent Hill. En el camino a ese pueblo, Harry y Cheryl se ven involucrados en un accidente de carretera; Harry se desmaya, y al despertar, cae en cuenta que Cheryl ha desaparecido, por lo que comienza rápidamente la empresa de recorrer todo el pueblo hasta encontrarle, pero la tarea no es tan sencilla, ya que todo el lugar se encuentra abrazado por una enorme capa de ceniza que dificulta la visibilidad del propio andar de Harry. Después de un rato de caminar, Harry entra en un oscuro callejón que se va haciendo cada vez más tenebroso conforme camina, y unas sirenas comienzan a sonar sin detenerse, al tiempo que nuestro protagonista encuentra una silla de ruedas abandonada, y, finalmente, un cuerpo desollado colgado de una reja en una posición similar a la crucifixión. De la nada, unos extraños seres comienzan a atacar a Harry, y repentinamente perdemos el conocimiento. Así comienza Silent Hill.

Ese sería mi primer acercamiento con la obra maestra de Konami, y recuerdo que en esas tardes lluviosas de julio en las que yo me encontraba solo en casa, el videojuego se convirtió en casi un tabú para mí: un objeto de adoración que venía acompañado de peligro y maldición, y es que no podía dejar de jugarlo, pero todo a mi alrededor comenzó a sentirse ominoso. Por momentos tenía que detenerme, ya que el miedo se apoderaba de todo mi ser, haciendo que cualquier rechinar de una puerta o el sonido del viento en alguna ventana fueran interpretados por mí como señales inequívocas de un espectro o demonio. Aun así, como les digo, no podía alejarme del videojuego. ¡Ni hablar de jugarlo por las noches o que mis papás se enteraran que yo estaba consumiendo ese tipo de contenidos! Por lo que debía hacerlo siempre a solas y de manera clandestina. Fueron muchos meses de diversión [sic] los que Silent Hill me proporcionó, porque, además, dependiendo de las decisiones tomadas por el jugador, se podían obtener varios finales distintos y encontrar armas y objetos secretos, por lo que la rejugabilidad del título era enorme.

La franquicia de Silent Hill siguió creciendo con el paso de los años, hasta llegar al punto donde hoy en día, más de veinte años después, los fanáticos seguimos en espera de un nuevo título, pero la empresa japonesa de videojuegos sigue sin dar ninguna señal clara que nos haga pensar que llegara un nuevo episodio de la saga.

Hasta hoy en día, todavía hay tardes oscuras y lluviosas que me recuerdan cómo era jugar Silent Hill en esos días de niñez, y hasta hoy en día, todavía tengo varios títulos de Silent Hill sin poder terminar, ya que, al igual que cuando tenía once años, la sugestión derivada de apagar todas las luces, cerrar las puertas y ventanas, y sentarse frente a la pantalla del televisor a jugar cualquiera de los títulos de la franquicia, se torna en una experiencia aterradora que me pone los nervios de punta, y muchas veces, ahora con 35 años, sigo sin estar dispuesto a pasar varias noches sin poder dormir.

Y sí, para los fanáticos de la serie que han llegado hasta aquí, sé que la frase de la entrada pertenece a la segunda entrega, pero es que cada que pienso en Silent Hill, esa sentencia es lo primero que llega a mi cabeza.

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