Un breve relato sobre la línea 12 del metro

No son pocas las ocasiones en que, sin darnos cuenta, estamos viviendo épocas de nuestra vida que, más adelante, serán recordadas con nostalgia. Lo que quiero narrarles en esta ocasión tuvo lugar entre los años 2018 y 2019.

Se me ofreció la oportunidad de dar clases de arte en la Universidad del Claustro de Sor Juana, cosa que acepté de inmediato, ya que necesitaba ese trabajo después de encontrarme por más de 3 años sin haber recibido ninguna oferta laboral – me había quedado sin trabajo desde que renuncié para terminar mi licenciatura en Historia, proyecto que se vio truncado por la muerte de mi hermano, así que me encontraba en una especie de “limbo” –. El problema con la propuesta laboral consistía en que, para esos momentos de mi vida y de mi formación académica, nunca me había dedicado al terreno del arte ni de la estética filosófica, pero como dije, no podía dejar de pasar esa inesperada oportunidad.

Para poder dar clases de calidad y establecer buenas relaciones, tanto con mis alumnos como con las autoridades del Colegio de Arte y Cultura, decidí que la mejor opción era aplicar para la Especialidad en Historia del Arte, ofertada por el Instituto de Investigaciones Estéticas de la UNAM, y poco después de presentar mi solicitud, fui aceptado.

En aquellos momentos de mi vida me encontraba en una relación sentimental turbulenta; mis finanzas personales tampoco eran del todo buenas; vivía demasiado lejos, tanto de mi trabajo como de la Unidad de Posgrado en donde las clases de la especialidad tenían lugar, y en general, creo que mi vida estaba hecha un caos emocional. Tomar clases no era cosa sencilla: me encontraba agobiado por el trabajo, por el dinero y por las continuas peleas con mi pareja. Me costaba mucho poner atención, y casi siempre estaba acompañado por un sentimiento de cansancio y tristeza. Supongo que, por las mismas razones, nunca estuve en condiciones de establecer ninguna relación de amistad con los compañeros: me sentía extraño y alejado de todos ellos, como si yo formara parte de otro planeta, cosa que sólo hacía que se acrecentara el sentimiento de soledad y alienación.

Mi rutina diaria estaba marcada por la prisa: debía despertarme alrededor de las 4:30 am para estar en el Claustro a las 7 am; daba clases de 7 am hasta la 1 pm; desde el Claustro, debía correr a Metrobús Chilpancingo para tomar mi sesión de psicoanálisis; tomaba esa misma línea del Metrobús y llegaba hasta Ciudad Universitaria; si la cosa iba bien, me daba tiempo de calificar algunas tareas o exámenes y comer una bolsa de frituras o algún otro alimento chatarra; asistía a los cursos de la especialidad, y más o menos, alrededor de las 9 pm, tomaba de nueva cuenta el Metrobús para poder llegar a mi hogar, cosa que pasaba como a las 11:30 pm; (los viernes y los sábados tenía que agregar los horarios de la maestría en psicoanálisis que cursaba también ya en ese entonces). Llegaba a mi departamento, intentaba cenar algo, preparaba las clases del siguiente día, y la exasperante rutina se repetía. En promedio estaba durmiendo alrededor de 5 horas, y en raras ocasiones comía de manera saludable más allá de algún refrigerio.

La ruta, tanto de ida como de regreso a mi hogar, estaba atravesada por la línea 12 del metro (aquella que ha estado marcada por la desgracia y los siniestros en los últimos años). Por las mañanas, observaba desde el andén la iglesia de San Andrés Apóstol, en la estación donde mi recorrido comenzaba (San Andrés Tomatlán), y en mí se despertaba un sentimiento propio de la experiencia religiosa, algo así como esa voz que Wittgenstein escuchó diciéndole: “nada puede hacerte daño”. Deseaba con fervor que unas palabras de ese tipo me fueran recitadas…

Por las noches, después de haber cruzados mares inacabables de gente, llegaba desde Ciudad Universitaria hasta metro Zapata, y de ahí podía transbordar a la línea 12. La parte subterránea del recorrido me era completamente indiferente, pero una vez que los vagones se elevaban sobre las inclementes columnas de hormigón, yo podía observar las luces de la ciudad y adentrarme en toda una serie de fantasías: ¿quiénes son todas estas personas? ¿cómo la estarán pasando en la vida? ¿algunos de todos estos seres humanos se sentirán como yo me siento? ¿qué harán todas estas personas cuando llegan a sus hogares noche tras noche? Yo recargaba mi cabeza contra las ventanas del vagón y me quedaba ahí pensando en todas estas cosas.

Al bajar, compraba un cigarro, y desde ahí comenzaría la siguiente parte de mi recorrido. Pasaba por toda una serie de terrenos baldíos y unidades habitacionales; después vendría un parque que me indicaba que estaba a punto de llegar; subía las escaleras de mi edificio, en completa oscuridad, hasta que llegaba a mi departamento; utilizaba mis llaves para abrir, prendía la luz, entraba y cerraba la puerta a mis espaldas. A veces me daban ganas de llorar – hasta la fecha no entiendo bien el por qué – y en otras ocasiones sólo repetía los movimientos cenar-trabajar-dormir intentando no pensar demasiado.

Hace poco, no sé por qué, recordé todos esos paseos nocturnos; recordé cómo era hastiarme de la gente y cómo era tenerle miedo al paso de los minutos que se consumían de manera voraz desde que salía de CU hasta llegar a mi departamento. Pero, sobre todo, recordé esos episodios en los que, por las noches, observaba las luces de la ciudad desde las alturas de la línea 12 del metro, y cómo llegaban a mí todas esas fantasías e interrogantes. Podría parecer extraño, pero recordé esa sensación, y algo que en su momento fue tan tedioso, ahora volvía a mí con un dejo de añoranza, al punto en que deseé repetir esa ruta en algún momento. Ahora ya no vivo en ese departamento, ni estoy con esa pareja que relato, ni estudio la especialidad o la maestría; talvez, lo que se ha producido en mí a la hora de recordar ese trayecto sea la conciencia de lo rápido que pasa el tiempo y de cómo todo cambia de manera irreparable, aunque no nos demos cuenta.

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