Hace un par de meses murió mi abuelita, María Leonor Rodríguez, y la siguiente entrada es para hablarles de uno de los primeros recuerdos de toda mi infancia en el que ella fue la actriz principal de esa memoria.
Mi abuelita, originaría de la Ciudad de México, específicamente del Barrio de San Pedro en Iztacalco (lugar en el que yo también nací), después de unos años se fue a vivir a San Francisco Atexcatzinco, en el estado de Tlaxcala. Esto sucedió, más o menos, cuando yo tenía unos cinco años (si la memoria no me falla). Se trataba de un pueblito el cual, en ese entonces, no contaba con calles pavimentadas ni con luz eléctrica, por lo que recuerdo que las primeras noches que pasábamos ahí debíamos de echar mano de velas y veladoras para alumbrarnos. A un costado de la casa de mi abuelita se extendía una enorme milpa que parecía no tener fin alguno. De frente a la misma casita, se encontraba el camposanto del pueblo, por lo que, como ya se imaginarán, todo el escenario nocturno se anunciaba como el lugar perfecto para madrugadas terriblemente oscuras y que, mi abuelita, acompañaba con varias historias de terror y leyendas populares, aquellas que iban desde la aparición de La Llorona y nahuales, hasta el encuentro con ánimas provenientes del purgatorio. Los recuerdos de esas noches profundas siguen apareciendo a en mi mente de manera periódica.
Para entrar a San Francisco Atexcatzinco se debía cruzar un puente de madera, y, como ya mencioné, ante la ausencia de luz eléctrica los autos debían de pasar con el mayor cuidado posible. En ese puente, narraba mi abuelita, se aparecía El Jinete sin Cabeza, por lo que debíamos de atravesar ese espacio con la mayor rapidez posible. Mi padre tuvo varios desencuentros con mi abuelita, reclamándole que me dejara de contar todas esas lúgubres historias, pero es que era yo quien le pedía que, noche tras noche, no parara de relatarme todos los pormenores de esas apariciones y espectros de la platea saturnina. No era poco común que ella se escapara, ya entradas las altas horas de la noche, para ir la cama en la que yo me quedaba y narrarme todas estas historias.
Desde que tengo memoria, he vivido fascinado por los relatos de demonios y fantasmas, de almas en pena que vagan por nuestro mundo de manera triste y desolada, y hasta hoy en día, para el cine y la literatura, estos siguen siendo mis motivos preferidos.
Unos tres años atrás, desde la fecha en que escribo estas palabras, mi abuelita tomó un curso que ofrecí, intitulado “La construcción de la figura histórica del diablo”; en la última sesión, uno de los participantes me preguntó cuál era el origen de mi fascinación por los temas del inframundo y lo demoniaco, y aprovechando que mi abuelita estaba tomando dicho curso, narré – palabras más, palabras menos – las anécdotas que ahora les comparto. Qué mejor homenaje para ella el expresarles la forma en cómo, hasta el día de hoy, esa viejecilla echó a volar mi imaginación y sin la cual, seguramente, no podría dedicarme a mi escritura, la cual, buena o mala, forma parte imprescindible de lo que soy y he sido durante muchos años.
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