Las uvas de la ira se siguen cosechando

Usualmente, cuando se piensa en la Gran Depresión, en el Jueves Negro y en otros tantos episodios que acompañaron a la Gran Crisis de 1929, se piensa en el ámbito de lo urbano. Inmediatamente vienen a nuestras cabezas imágenes que ya forman parte del inconsciente colectivo; hombres aventándose por las ventanas de los rascacielos de grandes ciudades, crisis nerviosas, gente gritando y corriendo de un lado para otro en las casas de bolsa, cúmulos inmensos de personas gritando afuera de los bancos, aterrados por la idea de haber perdido todos sus ahorros. Sí, esas son las imágenes que, usualmente, llegan a nuestra imaginación cuando pensamos en la crisis de 1929; sin embargo, esa crisis tuvo otra cara, quizá más desgarradora e inclemente que la de las grandes ciudades, y esa otra cara es la que nos muestra la realidad de la crisis en el campo. Las uvas de la ira del escritor norteamericano John Steinbeck es un relato crudo y cruel de cómo fue que se vivió ese colapso del modo de producción capitalista en una realidad que, parecía ser, poco o nada tenía que ver con Wall Street y toda la parafernalia de las finanzas capitalistas, y a la cual y a pesar de esa aparente lejanía, azotó de forma inclemente y despiadada.

La historia comienza con Tom Joad, hijo de una familia de campesinos que acaba de salir de prisión debido a haber cometido un homicidio años atrás. De vuelta a casa, el joven Tom encuentra a su familia a punto de emprender un viaje que ninguno de los miembros de ésta quisiera hacer, pero que se ven obligados a realizar, y es que debido a las malas cosechas, esa entidad que es descrita en el libro como un monstruo voraz sin rostro ni nombre – “el banco” – en su afán por satisfacer un apetito que nunca se encuentra del todo saciado, ha embargado las tierras de varias centenas de familias a lo largo y ancho de todo el estado de Oklahoma. La disyuntiva es clara para esta gente que vivía de la tierra y que así lo había hecho durante décadas; viajar o morir de hambre.

A partir de ahí, los Joad comienzan un viaje hacia California, que según han dejado ver unos volantes, es el lugar donde no sólo hay trabajos bien pagados, sino que éstos están acompañados de la promesa de una vida mejor; empero, y cómo el lector comienza a adivinar desde las primeras páginas que relatan el viaje, dicha promesa no es más que una ilusión, así como el oasis aparece a la lejanía en la inclemencia del desierto, ya que el viaje, desde el principio, no resulta ser otra cosa sino una serie interminable de desgracias que se van sucediendo una tras otra.

Steinbeck pone sobre la mesa diversos temas que, desgraciadamente, asustan por su actualidad: la xenofobia contra el inmigrante, ese enemigo invisible que representa todos los miedos del socius, y por ese motivo se vuelve ese viajero, casi siempre arrastrado por la necesidad y el mero instinto de supervivencia, objeto del odio acumulado de una sociedad temerosa y resentida. Los okies son aquellos seres humanos extraños, a los cuales se les odia y persigue por el simple hecho de aparecer como portadores de enfermedades, delincuencia, pecado, decadencia económica y moral, entre otras tantas cosas. Parece increíble que casi ochenta años después, aquellas palabras de odio y rencor encuentren tanto eco en esa misma sociedad norteamericana en la figura del actual presidente de dicha nación.  

Otro punto que me pareció relevante (y he de decirlo, de nueva cuenta repulsivamente actual) es el reforzamiento de los cuerpos policiacos, aquellos que tal y como apunta Rosa Luxemburgo, cuando el Estado se convierte en “Estado de clase”, dichos cuerpos no están ahí para proteger a la sociedad, sino sólo a una parte de ella: la clase dominante. Son varios los pasajes donde la familia Joad se encuentra viviendo en campamentos de refugiados, en condiciones en las cuales ni los propietarios de esas grandes extensiones de tierra tendrían viviendo a sus cerdos, y es en esos lugares donde los policías se encuentran de manera periódica y constante haciendo rondas, intimidando e insultando a los okies, cuidando de que a ninguno de ellos se les olvide “quién es quién”. La impunidad con la que operan los sheriffs no tiene límites, imputando crímenes a su antojo a sujetos del todo inocentes o incluso llegando a matar sin consecuencia alguna.

Las uvas de la ira es un relato que pone en perspectiva el proyecto del modo de producción capitalista cuando éste falló de manera clara y flagrante a principios del siglo XX. Recordando a Walter Benjamin, ese proyecto capitalista arrasa como un huracán que no deja nada a su paso, al igual que aquellos enormes tractores que destruían las granjas enteras de cientos de familias; ¡ahí se esconde la noción de progreso! En esos tractores que deben destruir lo viejo para dar paso a algo más, sin dejar ver cuál es el precio que se está pagando.

Resulta significativa la escena donde los más pequeños de la familia, Ruthie y Winfield, al encontrarse por primera vez en su vida con un escusado, creen haberlo roto y huyen a toda prisa al jalar la palanca, pasaje de la novela que deja ver lo lejanas que estaban todas esas familias (y lo lejanas que se encuentran muchas otras tantas hoy en nuestros días) de un proyecto que no sólo no las incluye, sino que les es directamente hostil a todas ellas.

En conclusión, el texto de Steinbeck denuncia desde la trinchera de la literatura esa otra cara de la crisis de 1929, y me atrevería a decir que no sólo se limita a mostrar las injusticias de ese periodo, sino de todo un sistema en el que parece más valiosa la vida de un par de caballos para arar la tierra que de miles de seres humanos muriendo de hambre en esos campamentos de refugiados; un sistema en el que un hombre puede poseer tantos acres de tierra hasta llegar al punto de no poder contarlos, pero en el que a la vez existan otros hombres que no puedan tener un par de metros cuadrados de esa misma tierra para alimentar a su familia. Si algo me llamó la atención del libro de Steinbeck fue, por un lado, el instinto más básico de la vida humana por preservarse a sí misma; por el otro, la idea de que varias de las luchas más salvajes y prolongadas por las que ha tenido que pelear la humanidad (y, desgraciadamente, sigue pasando) no han sido por metales preciosos, ni por petróleo; muchas de las luchas que se han tenido que emprender incluso al precio de perder la propia vida han sido por comida y vivienda. “Las uvas de la ira” se siguen cosechando en el corazón de millones de seres humanos hoy en día.

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«The Irishman» o por qué la vida no tiene sentido

Antes de cualquier cosa, quisiera decir que esta no es una reseña sobre la película del 2019 dirigida por Martin Scorsese, y es por eso mismo que no aparece en la sección de Vulpes Videns, es más una reflexión sobre el significado que, para mí, tiene dicha cinta. En ese sentido, es necesario mandar una alerta de spoiler y también decir que no me dedicaré a describir la sinopsis de la película.

¿De qué trata The Irishman y por qué considero que es uno de las obras maestras de Scorsese? Para mí, El Irlandés es una película con dos tópicos claves: el tiempo y la muerte. Desde el primer plano secuencia con el que comienza la cinta, acompañado de In The Still Of The Night de The Five Satins, se me pusieron los pelos de punta (incluso ahora mientras escribo esto, vuelvo a sentir escalofríos); el sello inconfundible de Scorsese que nos recuerda, de inmediato, a otras obras como Goodfellas y Casino se hace presente desde los primeros segundos. Después, nos encontramos con Frank Sheeran, interpretado por una de las insignias de Scorsese, Robert De Niro, quien comienza a contar su propia historia con una de las frases más memorables de toda la cinta, aquella en la que se hace referencia a la actividad de “pintar casas”. Sheeran se muestra a lo largo de toda la película a un hombre de familia, miembro de la clase trabajadora, pero que, por una o por otra cuestión, termina viéndose involucrado en el mundo del crimen organizado. “El Irlandés”, como es apodado, se vuelve el protegido de Russell Bufalino, interpretado por otro de los baluartes de la filmografía de Scorsese, Joe Pesci, quien termina conectándolo con el famoso Jimmy Hoffa (Al Pacino), con quien Sheeran establece una relación no sólo de cuidado y protección, sino de profunda amistad y cariño, lo que convierte a toda la cinta en una verdadera tragedia cuando él es el encargado de asesinarlo.  

El Irlandés es una cinta con una duración de casi cuatro horas, pero ahora, quisiera centrarme en los últimos minutos de ésta. Después de una vida de lujos – incluyendo filetes de carne de la mejor calidad – podemos observar la vida de nuestros protagonistas en la cárcel, momentos en los cuales Bufalino es incapaz de poder masticar su propia comida; se trata de uno de los grandes capos de la mafia quien ahora no puede ni siquiera tragar un pedazo de pan sin la ayuda de alguien más. Sheeran termina completamente solo en el mundo, pagando las consecuencias de su vida criminal, con el amor perdido de una hija que termina odiándolo y despreciándolo al darse cuenta, desde pequeña, de la vida de violencia, crimen y asesinato que su padre llevó siempre; la escena en la que él, apenas pudiendo caminar, se acerca a su trabajo para poder hablar con ella y en la que al instante de verlo sale corriendo para ni siquiera cruzar miradas con él se siente sinceramente desgarradora.

Preguntemos de nueva cuenta: ¿de qué trata The Irishman y por qué la considera una de las obras maestras de Scorsese? Pues bien, The Irishman es una reflexión dolorosa y aguda sobre el sentido de la vida, disfrazada de una película sobre mafia. Tanto Bufalino como Sheeran terminan por recordarnos algo esencial de la existencia humana: no importa lo que hayas hecho en la vida, o qué tan importante te hayas creído en su momento, todos terminamos en el mismo lugar: la tumba (aspecto que me parece que refleja bien la cita del evangelio de San Marcos 8:36 que reza “¿De qué le sirve al hombre ganar el mundo entero si pierde su alma?”). La escena que nos muestra esto de manera definitiva es aquella en la que un Sheeran viejo y derrotado en un asilo se encuentra viendo una serie de fotografías mientras una enferma lo atiende; él, al observar una foto con Hoffa, se la muestra con una mezcla de nostalgia y orgullo a la enfermera, preguntándole si sabe con quién está; Hoffa fue uno de los hombres más poderosos de su tiempo, por lo que Sheeran piensa que la enfermera se asombrará, sin embargo, ella termina por decirle que no tiene ni idea de quién es el hombre de la foto. Ahí podemos ver, quizá, el punto más álgido de toda la cinta: un hombre al que no le queda ninguna cosa más que sus recuerdos, los cuales, por más valor que él pretenda darles, cae en cuenta que lo que para él significó el punto más alto de su vida, para el resto del mundo todo ello es indiferente. ¡Eso es The Irishman! Una obra que nos dejar ver que, incluso para los más “poderosos”, para aquellos seres humanos que piensan que mueven y controlan el mundo, al final nada de ello importa. ¿Cuál sería, en consecuencia, el sentido de la vida? Llámenme pesimista, pero creo que la lección que deja The Irishman es precisamente que la vida no tiene sentido. Aquí tenemos a un hombre quien muere solo la noche de Navidad, y quien está lleno de memorias que buscar compartir, pero que sólo serán escuchadas por un sacerdote debido a la compasión.

Otra escena memorable es cuando el FBI interroga a Sheeran, y le piden que, después de varias décadas, confiese el asesinato de Hoffa; al preguntar por su abogado, los agentes le dicen que él ya murió, a lo que Sheeran pregunta con asombro “¿quién lo hizo?”, acostumbrado a suponer que se trató de un asesinato en el marco de un ajuste de cuentas, sin embargo, los agentes le responden que: “fue el cáncer”, golpeando a Sheeran una vez más con la conciencia del tiempo y la fugacidad de la vida.

Esta era una entrada que yo ya tenía en mente publicar desde hace tiempo, sin embargo, estas últimas semanas me han puesto de relieve los temas que son tratados en The Irishman. Dedicamos nuestras vidas a cosas que consideramos que son las más importantes, cuestiones que nos resultan innegociables, pero al final, quizá nos encontramos con ochenta años con la mirada perdida, aturdidos en una silla, completamente solos, y pensando que aquello a lo que le dedicamos nuestra existencia no nos sirvió para la gran cosa. Pienso ahora también en The Godfather III de Francis Ford Coppola, filme en el cual podemos ver en la última escena una situación bastante parecida a la de El Irlandés, donde vemos a Michael Corleone (Al Pacino de nueva cuenta), morir en absoluta desolación. Al igual que Sheeran, los dos fueron hombres poderosos, los dos mueren sin que ningún ser humano se dé cuenta de que han abandonado este mundo, y los dos perdieron a sus hijas, aquellas que en repetidas ocasiones dan a entender que se tratan de “lo más importante de su vida”, sin embargo, todas sus acciones se encaminaron a que una terminara siendo asesinada, y la otra, cortara de manera tajante y absoluta la relación con su padre. Y esta es otras de las contradicciones de la vida humana que The Irishman me pone a pensar: la manera en cómo podemos decir “mil y una cosas” sobre lo que se supone que es importante para nosotros en la vida, pero nuestras acciones nos llevan a lugares completamente distintos. Si recordamos ahora a Tony Soprano (The Sopranos) y a Walter White (Breaking Bad), veremos otros dos ejemplos de personajes que no se cansaron de decir que su familia era lo más importante, pero sus acciones siempre estuvieron encaminadas a poner a su propia familia por debajo de sus otros intereses. Todos ellos son personajes que abandonaron “lo más importante para ellos” por algo más, en este caso, su trabajo.

En contraposición a estos personajes, en la ficción encontramos también a Michael Scott (Steve Carell) de The Office, personaje que ha dedicado su vida al trabajo, pero cuando tiene la oportunidad de obtener lo que siempre ha anhelado – una familia – decide dejarlo todo por ir tras esa ilusión. Años después, en el último capítulo de la serie, lo vemos recompensado por sus decisiones, aquellas que implicaron dejar a un lado parte importante de su ego, y viviendo una vida feliz.

The Irishman es una cinta que nos dibuja a un hombre que termina por comprar su propio ataúd, porque sabe que nadie más lo haría; ¡Esa es la crudeza de la cinta y lo que nos quiere poner a pensar! Cómo es que cada uno de nosotros terminará viviendo sus vidas, y qué tanta importancia le damos a lo que hacemos a lo largo de nuestra existencia, porque, todo parece indicar, que al final, por más importantes, indispensables o poderosos que nos sintamos, o por más que sintamos que no podemos renunciar a lo que estamos haciendo, lo único que conseguimos es ahorrar para comprar nuestro propio ataúd; ahí es donde comprendemos que la vida, tal y como me parece que nos expresa The Irishman, en realidad, no tiene ningún sentido.

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“Fotografía, muerte y nostalgia”

Siempre han recurrido a mí, desde pequeño, ciertas imágenes que me han llenado de nostalgia y melancolía; probablemente a ustedes también les ocurra o por lo menos les haya pasado en una ocasión. Algún estanque desolado en medio de una lejana foresta; un atardecer en una ciudad desconocida; una calle llena de hojas muertas de otoño; una sala de estar en una vieja casona en la que se filtran unos lánguidos rayos solares en la que nunca hemos estado, y, sin embargo, sentimos aquella imagen tan nuestra.

Todas las escenas anteriormente dibujadas son susceptibles de aparecernos, la mayoría de las veces, por medio de la fotografía, por lo que no es extraño que el trabajo de algunos fotógrafos nos llame tanto y de manera tan profunda la atención, ya que muchas de estas obras nos retrotraen a aquellos paisajes.

Hace unos pocos días estas ideas comenzaron a circular en mi mente gracias a la lectura de La cámara lúcida del célebre pensador francés Roland Barthes. En dicho texto, Barthes pretende llevar a cabo un análisis de la fotografía, pero a diferencia de otras reflexiones que el arte fotográfico ha suscitado (recomiendo Breve historia de la fotografía y La obra de arte en su época de reproductibilidad técnica de Walter Benjamin y Sobre la fotografía de Susan Sontag), el objetivo del semiólogo francés no es dar cuenta de las implicaciones políticas o sociales de la fotografía; no, lo que Barthes propone es poner al “yo” como centro de las reflexiones que llevará a cabo.

La cámara lúcida nos habla de la fotografía – o mejor dicho, “de las fotografías”, porque hablar de La Fotografía sería algo imposible, según el autor – a partir de una experiencia que golpea a Barthes de forma fulminante: la muerte de su madre. En palabras del propio autor, ella significaba absolutamente todo para él, y sin ella, la vida pierde prácticamente todo su sentido. Es en ese momento cuando Barthes encuentra una foto de su madre (la denominada “Foto del Invernadero”) donde algo, un detalle indecible e insignificante a primera vista para cualquiera, lo trastoca de una forma tan poderosa que le resulta imposible no analizar de qué se trata, y es que hay “algo” ahí tan poderoso que ni siquiera pudo ser advertido por el propio autor de la fotografía, que nos “hiere” y nos “punza” (de ahí el término en latín utilizado por Barthes: punctum).

Después de leer este texto tan sui generis, sentí la enorme necesidad de pensar en todo lo dicho ahí. Ha habido a lo largo de mi vida una serie de fotos que, al igual que le sucedió al autor con La Foto del Invernadero, me han “herido” en lo más profundo. Pienso de inmediato en la obra del fotógrafo francés Eugène Atget, la cual nos sumerge en las calles de París, pero no del París que aparece en las postales tan difundidas ni conocidas; no el París del glamour y las boutiques; no, la obra de un fotógrafo como Atget nos transporta a un París que pocos conocen y en el que se escondían las verdaderas historias de esa ciudad; la obra de Atget expresa la necesidad de encontrar ese París que – y el autor lo sabía – estaba a punto de desaparecer, y por lo tanto existía la obligación de dejar un registro de esa “otra” ciudad. En aquellas imágenes resuenan los poemas de Baudelaire y se puede oler el perfume de la soledad y la añoranza.

La idea básica de las reflexiones de Barthes en la presente obra es que, finalmente, toda fotografía suscita una reflexión por la muerte, ya que en última instancia lo que una fotografía nos dice es “esto ha sido”. De ahí el carácter nostálgico que ciertas imágenes fotográficas contienen para nosotros. Para Barthes, la fotografía capta un momento único e irrepetible que no puede ser secuenciado y que tampoco puede insertarse en una serie de otras imágenes, cosa que distingue a una fotografía de una secuencia cinematográfica: “¿Es que acaso en el cine añado algo a la imagen? No lo creo; no me deja tiempo: ante la pantalla no soy libre de cerrar los ojos; sino, al abrirlos otra vez no volvería a encontrar la misma imagen; estoy sujeto a una continua voracidad”, dice el autor en La cámara lúcida.

Manuel Álvarez Bravo, El ensueño, 1931.

Aquella jovencita de la foto fechada en 1931 de Manuel Álvarez Bravo titulada El ensueño, con toda seguridad ha muerto ya para el momento en que redacto estas líneas, y eso hace que salte a la vista otro aspecto de la fotografía: al ser fotografiados, nuestra imagen deja de pertenecernos, y a partir de ahí, incluso después de nuestra propia muerte, le pertenece a cualquier posible spectator. Por eso nos preocupa que nos tomen una fotografía, y eso se hace evidente cuando sabemos que seremos fotografiados e intentamos mostrarnos como nos gustaría que los demás nos vean, sea en una fiesta familiar o para un diploma o para lo que sea, no importa, la fotografía siempre conlleva una pose del individuo que sabe que, después de ser tomada la fotografía, ese “yo” se deja de pertenecer a sí mismo; nuestro “yo” y el ser representado en la imagen fotográfica se convierten, desde ese momento, en dos entidades separadas.

¿Y ustedes, qué opinan de la fotografía?

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