Caminé por el Panteón Español; eran aproximadamente las 11 de la mañana. El sol matutino pegaba de una manera agradable, y la brisa del viento estaba acompañada de un sentimiento de tranquilidad y nostalgia. Se escuchaban los sonidos de la naturaleza que bordeaban las tumbas y los monumentos funerarios de todo ese espacio; casi parecía que no me encontraba en la Ciudad de México, una de las más tumultuosas y estridentes del mundo. Ahí, en esa caminata, había dejado de ser presa del ruido y el movimiento de la urbe, para centrarme de manera relajada y pacífica en mis propios pensamientos. Caminando entre las lápidas y estelas, llegó a mí un sentimiento de plenitud, y envidié a todas esas almas y cuerpos que descansaban sin tenerse que preocupar de ninguno de los asuntos de la mortalidad. Leía con cuidado cada uno de los nombres y apellidos de todos esos seres, otrora humanos. ¿A dónde se han ido? ¿Dónde se encuentran? ¿Cuántas historias tendrían para contarme todos ellos? Y entonces comprendí algo: quería estar allí, donde sea que estuviesen, y reposar a su lado. ¡Cuánto me gustaría poder escuchar eternamente esos sonidos de la naturaleza y repetir una y otra vez esa caminata! ¡Cuánto me gustaría poder postrarme en esa hierba descuidada y observar ese cielo azul sin nada más que turbara mi alma!

Quisiera que todos mis seres queridos celebraran mi muerte, y no tanto mi vida, entendiendo que mi más grande deseo ahora pasa por querer descansar con los muertos, deleitándome de manera incansable con aquellos verdes árboles. Me gustaría que el día de mi muerte, sin importar cuándo y cómo llegue, familia y amigos emprendieran una gran fiesta llena de vino, música y comida, porque sabrían que se habría cumplido mi más grande anhelo.
Han sido años de enseñar a oleadas de estudiantes sobre arte gótico, y sólo en esos momentos de mi recorrido en el camposanto comprendí que más allá del análisis de los arbotantes, rosetones, arcos y bóvedas, quería descansar para siempre en una de esas edificaciones. Sólo en ellas la contemplación estética se vería consumada.

Ay, mis amados muertos, qué suerte tienen ustedes, qué felices se han de encontrar de vivir eternamente con ese sentimiento de alegría y virtud, viendo al mundo pasar con sus desgracias, mientras ustedes duermen placenteramente en ese lugar donde ya nada les representa amargura o preocupación. Tarde o temprano, todos abordaremos el navío de Caronte, y mientras que para algunos eso es motivo de angustia, para mí, estando ese día con ustedes, eso se me anunció como una promesa.
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