Pero tú pagas la cuenta

Salí de trabajar a las diez de la noche, aproximadamente. No soportaba las plantas de los pies, ni el cuello, ni mi espalda. Encaminarme hacia mi departamento sólo significaría otra noche más de insomnio, por lo que decidí salir a tomarme un trago. Llegué a un bar de “mala muerte” que se encontraba muy cercano a la Plaza de Garibaldi y el Eje Central. Entré y me pedí un ron con Coca-Cola y un mezcal; mis bebidas llegaron más rápido de lo que creí. A lo lejos, pude vislumbrar una figura femenina que se me hizo bastante conocida: se trataba de mi exesposa, con la cual había terminado hacía casi cinco años. Ella me reconoció también, me sonrió, tomó la cerveza que estaba bebiendo y se sentó en mi mesa. Nos saludamos como unos completos desconocidos, presentándonos y diciéndonos nuestros nombres como si fuese la primera vez que nos veíamos en nuestras miserables vidas. Ella me preguntó si le invitaba un trago, a lo que yo levanté la mano hacia uno de los meseros, y le dije que sirviera “lo que la dama deseara”. Pronto, llegó el “París de noche” que había pedido, y brindamos. Estuvimos platicando y bebiendo por horas: ella seguía pidiendo tragos, y con el paso de la noche, comenzó a coquetearme. Yo no podía encontrar en mis recuerdos las razones por las que habíamos terminado, y comencé incluso a fantasear que, en cualquier momento, me tomaría de la mano, y terminaríamos en algún hotel de paso haciendo el amor como en los viejos tiempos. Súbitamente, estiré mi cuerpo por encima de la mesa e intenté besarla; ella me empujó bastante molesta, puso una cara de desagrado – casi podría decir de “asco” – y pidió un trago más. Unos minutos después, recibió una llamada en su celular, se disculpó por tener que retirarse, se levantó y se fue. Desde mi asiento, pude ver cómo alguien la esperaba afuera, se dieron un beso y se fueron tomados de la mano. Ya solo en mi lugar, solté una enorme carcajada y recordé con claridad por qué todo se había ido a la mierda unos años atrás.

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Chochos para la ansiedad

Hace un par de semanas, una de las personas más cercanas a mí me dijo que me veía muy mal, y me preguntó si no sería bueno que tomara “chochos para la ansiedad”. Me reí y le contesté que no, no porque estigmatizara o menospreciara ningún tipo de tratamiento psiquiátrico (mi opinión sobre los psicofármacos no era, ni lo es ahora en estas líneas, el tema a discutir), sino porque, de verdad siento que actualmente en mi vida esa no sería la solución a ninguno de mis problemas; la conversación terminó ahí. Sin embargo, lo que me hizo pensar ese comentario es la manera en cómo es que las personas que me rodean – las cuales, ahora por la pandemia no son muchas, en realidad – es que me llegan a percibir. ¿Cuál sería en todo caso la razón (o las razones) para que alguien pueda recomendarme tomarme unos “chochos” para modular mis estados de ánimo? Lo pensé detenidamente, y más allá del comentario en cuestión, supuse que sí existen, por momentos, demasiadas cosas en las que tengo la cabeza puesta, para empezar: trabajo, familia, relaciones personales y amorosas, dinero, especialización y maestría y una tesis pendiente que sigo sin poder comenzar a escribir. Y como apunté más arriba, dije “para empezar”, porque después aparecen otros temas como mi gato, mis perros, sus alimentos y vacunas (más dinero), la situación del país, acomodar muebles, atender pacientes (más trabajo), escribir (más trabajo), saber que volví a fumar después de casi un año de no hacerlo, el coronavirus, la despensa quincenal (más dinero) y un sinfín de cosas más en las que se nos va la vida. Ante todo esto, podríamos tener dos opciones: entender que la mayoría de estas cosas se solucionan eventualmente e incluso llegar al ya conocido autorreproche en el que uno termina diciéndose a sí mismo que la mayoría de nuestros problemas son, en el fondo, tonterías. Acudir a este pensamiento que a veces es tan común en el que nos decimos que existen seres humanos con cuestiones a resolver mucho más difíciles que las nuestras. La otra opción es darles una importancia de cierta consideración a todos estos problemas y pendientes al punto en que lleguen días en los que, una simple conversación puede tornarse molesta, y que esas personas que nos rodean nos terminen recomendando acudir a algún tipo de pastilla para no estar “tan de mal humor”.

En estos días vino a mi mente el antiguo concepto helenístico de ataraxia, ese estado de imperturbabilidad en el que los hechos del mundo dejan de afectarnos. ¡Suena bien! Siempre me ha sonado bien la ataraxia, sin embargo, no sé si me sea posible alguna vez alcanzarla. Al corto plazo, lo dudo mucho. La idea que siempre me coquetea en la cabeza es que, tarde o temprano, los pendientes irán disminuyendo y esa “ansiedad” lo hará también, sin embargo, inmediatamente caigo en cuenta que esa es la ilusión neurótica por excelencia: pensar que algún día pasará algo así como que nos dejen de pasar cosas, lo que, por supuesto, se queda en el terreno de la ilusión.

Por el momento, son casi las dos de la mañana (otra vez) y si bien pienso que no necesito “chochos” para la ansiedad, sí me gustaría mucho servirme un trago. Maldita sea…

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