Salí de trabajar a las diez de la noche, aproximadamente. No soportaba las plantas de los pies, ni el cuello, ni mi espalda. Encaminarme hacia mi departamento sólo significaría otra noche más de insomnio, por lo que decidí salir a tomarme un trago. Llegué a un bar de “mala muerte” que se encontraba muy cercano a la Plaza de Garibaldi y el Eje Central. Entré y me pedí un ron con Coca-Cola y un mezcal; mis bebidas llegaron más rápido de lo que creí. A lo lejos, pude vislumbrar una figura femenina que se me hizo bastante conocida: se trataba de mi exesposa, con la cual había terminado hacía casi cinco años. Ella me reconoció también, me sonrió, tomó la cerveza que estaba bebiendo y se sentó en mi mesa. Nos saludamos como unos completos desconocidos, presentándonos y diciéndonos nuestros nombres como si fuese la primera vez que nos veíamos en nuestras miserables vidas. Ella me preguntó si le invitaba un trago, a lo que yo levanté la mano hacia uno de los meseros, y le dije que sirviera “lo que la dama deseara”. Pronto, llegó el “París de noche” que había pedido, y brindamos. Estuvimos platicando y bebiendo por horas: ella seguía pidiendo tragos, y con el paso de la noche, comenzó a coquetearme. Yo no podía encontrar en mis recuerdos las razones por las que habíamos terminado, y comencé incluso a fantasear que, en cualquier momento, me tomaría de la mano, y terminaríamos en algún hotel de paso haciendo el amor como en los viejos tiempos. Súbitamente, estiré mi cuerpo por encima de la mesa e intenté besarla; ella me empujó bastante molesta, puso una cara de desagrado – casi podría decir de “asco” – y pidió un trago más. Unos minutos después, recibió una llamada en su celular, se disculpó por tener que retirarse, se levantó y se fue. Desde mi asiento, pude ver cómo alguien la esperaba afuera, se dieron un beso y se fueron tomados de la mano. Ya solo en mi lugar, solté una enorme carcajada y recordé con claridad por qué todo se había ido a la mierda unos años atrás.
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