Nota al pie de página sobre el proceso de autopublicación

Hace no mucho leí en Twitter – ahora X – un comentario que decía algo así como que la autopublicación era “para perdedores”. Y sí, sé que nunca deberíamos tomarnos en serio un comentario en esa red social, ya que, buena parte de sus usuarios utilizan ese medio para tirar odio injustificado contra cualquier tema que se les antoje, pero también sé que un comentario en redes sociales significa una idea probablemente generalizada en varios sectores de la sociedad, por lo que no quise dejar de escribir algo al respecto.

Lo primero que me gustaría preguntarle a la persona de ese comentario es: vale, la autopublicación es para perdedores y sólo una publicación en términos tradicionales cuenta. ¿Cuántos libros publicados o autopublicados tienes hasta el momento? Sé que la pregunta es retórica, porque no se necesita haber publicado para criticar al mundo editorial, igual que no se necesita ser jugador de futbol para criticar el pésimo desempeño de la selección nacional, pero lo que sí dejaría ver esa pregunta retórica es que aquella persona lanza un comentario gratuito sin fundamento alguno, escondida en el anonimato de las redes sociales (como siempre, estoy seguro que, de frente y no detrás de un monitor, esa persona no podría sostener su palabra). Mi visión sobre el asunto es muy benjaminiana, quiero decir – y no es el lugar para resumir la filosofía del buen Benjamin – que la técnica no es mala ni buena por sí sola, sino que depende de la utilización que se le dé; en este sentido, podemos servirnos de las herramientas tecnológicas de hoy en día para darle “rienda suelta” a procesos creativos y simbólicos, y, en consecuencia, abandonar la posición pasiva de espectadores con la que los regímenes totalitarios tanto gozan. ¿Quién podría llamarle “perdedores” a todos aquellos artistas que, hoy por hoy, desde la comodidad de sus casas, se han hecho de los equipos mínimos suficientes para grabar sus piezas musicales y subirlas a YouTube o a Spotify prescindiendo de un contrato con una gran disquera para promocionarse? ¿Quién podría llamarle “perdedores” a los pintores que se han servido de WordPress para dar a conocer sus carpetas? ¿No hay incluso algo de revolucionario en hacernos con los medios de producción simbólica y darles la vuelta a las industrias culturales del mundo de las editoriales y disqueras? La persona que, detrás de su monitor, se sintió muy valiente para comentar que la autopublicación es para “perdedores” ni siquiera se dio cuenta de su actitud burguesa, contrarrevolucionaria y conservadora.

¿Por qué le tenemos tanto miedo a experimentos como Wattpad? Sinceramente, he leído algunas cosas de la plataforma, y varias de ellas me parecen pésimas (así como, seguramente, mi novela o las entradas de mi blog le podrán parecer pésimas a algunos), pero no por eso me atrevo a decir que Wattpad es para perdedores; incluso diría que, seguramente, muchas de las personas que escriben en Wattpad jamás pasarán de ahí, pero pienso que la plataforma le ha servido a muchos escritores amateurs para ir perfeccionando su técnica en el mundo de la escritura.

Acompaña a todo esto otro fenómeno que me molesta bastante: la idea generalizada de que la escritura es un hobby y no un trabajo serio. En cuanto publiqué Puta vida, me llegaron un montón de comentarios que me decían “ah, sí, yo también ya voy a publicar mi libro”; sobra decir que esas personas siguen sin publicar nada, porque ni siquiera tienen algo escrito. Lo que quiero decir con esto es que la escritura es un trabajo arduo y difícil, no una ocurrencia, por eso, aunque hoy por hoy exista la autopublicación, la verdad es que no cualquiera puede escribir un libro; para autopublicar, primero hay que haber escrito algo. Yo podría responder a la oferta laboral para volverme chef de un restaurante famoso, pero, aunque me dejaran trabajar ahí sin una entrevista, no duraría ni medio día en el puesto por no saber cocinar ni dirigir una cocina. Creo que esta actitud de “yo también voy a escribir un libro” responde al momento actual de la idea del emprendimiento; parece que sólo hace falta tener una buena idea para volvernos empresarios, o en este caso, escritores, prescindiendo de todo lo que realmente significa ser escritor, ¡incluyendo el propio acto de sentarse a escribir!

Y está el tema de las pequeñas editoriales: la publicación de Puta vida en términos de autopublicación no fue inmediata, sino que escribí a varias editoriales independientes, y el rechazo fue inmediato, incluso antes de leer la obra, ¿se imaginan el por qué? Bueno, pues en cuatro de cuatro editoriales me comentaron que no había presupuesto ni siquiera para el papel de la impresión. ¿Oye, Rodrigo, y por qué entonces, no acudiste a una de las grandes editoriales si el dinero era el problema? Pues lo hice, y lo primero que obtuve como respuesta fue un “sinceramente, sólo publicamos a autores reconocidos”. Llegamos a esa vieja paradoja de nuestra actualidad: ¿Cómo voy a convertirme en un autor de renombre si no es posible publicar por los medios tradicionales? Por esto y por muchas otras cosas, la autopublicación de Puta vida fue la mejor opción en su momento.

Tampoco es que cualquiera pueda autopublicar: las empresas digitales que permiten la autopublicación hacen revisión y dictamen de la obra que se desea subir a sus plataformas; en consecuencia, no sólo hay que tener algo escrito, sino que hay que tener algo con los estándares mínimos de calidad, tanto en forma como en contenido.

Y una última cosa: el proceso de autopublicación me permitió decir lo que se me pegara la gana en mi obra, sin ningún tipo de censura de ningún editor ni de ninguna otra persona por encima de mí.

Autopublicar Puta vida ha sido una experiencia que he disfrutado en todos los momentos del proceso, y si volviera en el tiempo, volvería a optar para dicha obra por la autopublicación. Quien autopublica se encarga de la edición, revisión de estilo y maquetación de la obra y, en mi caso, soy yo quien de mi bolsillo le estoy pagando a una diseñadora gráfica para todo lo relativo a esa parte del proceso para mi segundo libro próximo a salir. Y sí, utilizaré la herramienta de la autopublicación nuevamente.

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Las uvas de la ira se siguen cosechando

Usualmente, cuando se piensa en la Gran Depresión, en el Jueves Negro y en otros tantos episodios que acompañaron a la Gran Crisis de 1929, se piensa en el ámbito de lo urbano. Inmediatamente vienen a nuestras cabezas imágenes que ya forman parte del inconsciente colectivo; hombres aventándose por las ventanas de los rascacielos de grandes ciudades, crisis nerviosas, gente gritando y corriendo de un lado para otro en las casas de bolsa, cúmulos inmensos de personas gritando afuera de los bancos, aterrados por la idea de haber perdido todos sus ahorros. Sí, esas son las imágenes que, usualmente, llegan a nuestra imaginación cuando pensamos en la crisis de 1929; sin embargo, esa crisis tuvo otra cara, quizá más desgarradora e inclemente que la de las grandes ciudades, y esa otra cara es la que nos muestra la realidad de la crisis en el campo. Las uvas de la ira del escritor norteamericano John Steinbeck es un relato crudo y cruel de cómo fue que se vivió ese colapso del modo de producción capitalista en una realidad que, parecía ser, poco o nada tenía que ver con Wall Street y toda la parafernalia de las finanzas capitalistas, y a la cual y a pesar de esa aparente lejanía, azotó de forma inclemente y despiadada.

La historia comienza con Tom Joad, hijo de una familia de campesinos que acaba de salir de prisión debido a haber cometido un homicidio años atrás. De vuelta a casa, el joven Tom encuentra a su familia a punto de emprender un viaje que ninguno de los miembros de ésta quisiera hacer, pero que se ven obligados a realizar, y es que debido a las malas cosechas, esa entidad que es descrita en el libro como un monstruo voraz sin rostro ni nombre – “el banco” – en su afán por satisfacer un apetito que nunca se encuentra del todo saciado, ha embargado las tierras de varias centenas de familias a lo largo y ancho de todo el estado de Oklahoma. La disyuntiva es clara para esta gente que vivía de la tierra y que así lo había hecho durante décadas; viajar o morir de hambre.

A partir de ahí, los Joad comienzan un viaje hacia California, que según han dejado ver unos volantes, es el lugar donde no sólo hay trabajos bien pagados, sino que éstos están acompañados de la promesa de una vida mejor; empero, y cómo el lector comienza a adivinar desde las primeras páginas que relatan el viaje, dicha promesa no es más que una ilusión, así como el oasis aparece a la lejanía en la inclemencia del desierto, ya que el viaje, desde el principio, no resulta ser otra cosa sino una serie interminable de desgracias que se van sucediendo una tras otra.

Steinbeck pone sobre la mesa diversos temas que, desgraciadamente, asustan por su actualidad: la xenofobia contra el inmigrante, ese enemigo invisible que representa todos los miedos del socius, y por ese motivo se vuelve ese viajero, casi siempre arrastrado por la necesidad y el mero instinto de supervivencia, objeto del odio acumulado de una sociedad temerosa y resentida. Los okies son aquellos seres humanos extraños, a los cuales se les odia y persigue por el simple hecho de aparecer como portadores de enfermedades, delincuencia, pecado, decadencia económica y moral, entre otras tantas cosas. Parece increíble que casi ochenta años después, aquellas palabras de odio y rencor encuentren tanto eco en esa misma sociedad norteamericana en la figura del actual presidente de dicha nación.  

Otro punto que me pareció relevante (y he de decirlo, de nueva cuenta repulsivamente actual) es el reforzamiento de los cuerpos policiacos, aquellos que tal y como apunta Rosa Luxemburgo, cuando el Estado se convierte en “Estado de clase”, dichos cuerpos no están ahí para proteger a la sociedad, sino sólo a una parte de ella: la clase dominante. Son varios los pasajes donde la familia Joad se encuentra viviendo en campamentos de refugiados, en condiciones en las cuales ni los propietarios de esas grandes extensiones de tierra tendrían viviendo a sus cerdos, y es en esos lugares donde los policías se encuentran de manera periódica y constante haciendo rondas, intimidando e insultando a los okies, cuidando de que a ninguno de ellos se les olvide “quién es quién”. La impunidad con la que operan los sheriffs no tiene límites, imputando crímenes a su antojo a sujetos del todo inocentes o incluso llegando a matar sin consecuencia alguna.

Las uvas de la ira es un relato que pone en perspectiva el proyecto del modo de producción capitalista cuando éste falló de manera clara y flagrante a principios del siglo XX. Recordando a Walter Benjamin, ese proyecto capitalista arrasa como un huracán que no deja nada a su paso, al igual que aquellos enormes tractores que destruían las granjas enteras de cientos de familias; ¡ahí se esconde la noción de progreso! En esos tractores que deben destruir lo viejo para dar paso a algo más, sin dejar ver cuál es el precio que se está pagando.

Resulta significativa la escena donde los más pequeños de la familia, Ruthie y Winfield, al encontrarse por primera vez en su vida con un escusado, creen haberlo roto y huyen a toda prisa al jalar la palanca, pasaje de la novela que deja ver lo lejanas que estaban todas esas familias (y lo lejanas que se encuentran muchas otras tantas hoy en nuestros días) de un proyecto que no sólo no las incluye, sino que les es directamente hostil a todas ellas.

En conclusión, el texto de Steinbeck denuncia desde la trinchera de la literatura esa otra cara de la crisis de 1929, y me atrevería a decir que no sólo se limita a mostrar las injusticias de ese periodo, sino de todo un sistema en el que parece más valiosa la vida de un par de caballos para arar la tierra que de miles de seres humanos muriendo de hambre en esos campamentos de refugiados; un sistema en el que un hombre puede poseer tantos acres de tierra hasta llegar al punto de no poder contarlos, pero en el que a la vez existan otros hombres que no puedan tener un par de metros cuadrados de esa misma tierra para alimentar a su familia. Si algo me llamó la atención del libro de Steinbeck fue, por un lado, el instinto más básico de la vida humana por preservarse a sí misma; por el otro, la idea de que varias de las luchas más salvajes y prolongadas por las que ha tenido que pelear la humanidad (y, desgraciadamente, sigue pasando) no han sido por metales preciosos, ni por petróleo; muchas de las luchas que se han tenido que emprender incluso al precio de perder la propia vida han sido por comida y vivienda. “Las uvas de la ira” se siguen cosechando en el corazón de millones de seres humanos hoy en día.

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Fotografía, muerte y nostalgia

Siempre han recurrido a mí, desde pequeño, ciertas imágenes que me han llenado de nostalgia y melancolía; probablemente a ustedes también les ocurra o por lo menos les haya pasado en una ocasión. Algún estanque desolado en medio de una lejana foresta; un atardecer en una ciudad desconocida; una calle llena de hojas muertas de otoño; una sala de estar en una vieja casona en la que se filtran unos lánguidos rayos solares en la que nunca hemos estado, y, sin embargo, sentimos aquella imagen tan nuestra.

Todas las escenas anteriormente dibujadas son susceptibles de aparecernos, la mayoría de las veces, por medio de la fotografía, por lo que no es extraño que el trabajo de algunos fotógrafos nos llame tanto y de manera tan profunda la atención, ya que muchas de estas obras nos retrotraen a aquellos paisajes.

Hace unos pocos días estas ideas comenzaron a circular en mi mente gracias a la lectura de La cámara lúcida del célebre pensador francés Roland Barthes. En dicho texto, Barthes pretende llevar a cabo un análisis de la fotografía, pero a diferencia de otras reflexiones que el arte fotográfico ha suscitado (recomiendo Breve historia de la fotografía y La obra de arte en su época de reproductibilidad técnica de Walter Benjamin y Sobre la fotografía de Susan Sontag), el objetivo del semiólogo francés no es dar cuenta de las implicaciones políticas o sociales de la fotografía; no, lo que Barthes propone es poner al “yo” como centro de las reflexiones que llevará a cabo.

La cámara lúcida nos habla de la fotografía – o mejor dicho, “de las fotografías”, porque hablar de La Fotografía sería algo imposible, según el autor – a partir de una experiencia que golpea a Barthes de forma fulminante: la muerte de su madre. En palabras del propio autor, ella significaba absolutamente todo para él, y sin ella, la vida pierde prácticamente todo su sentido. Es en ese momento cuando Barthes encuentra una foto de su madre (la denominada “Foto del Invernadero”) donde algo, un detalle indecible e insignificante a primera vista para cualquiera, lo trastoca de una forma tan poderosa que le resulta imposible no analizar de qué se trata, y es que hay “algo” ahí tan poderoso que ni siquiera pudo ser advertido por el propio autor de la fotografía, que nos “hiere” y nos “punza” (de ahí el término en latín utilizado por Barthes: punctum).

Después de leer este texto tan sui generis, sentí la enorme necesidad de pensar en todo lo dicho ahí. Ha habido a lo largo de mi vida una serie de fotos que, al igual que le sucedió al autor con La Foto del Invernadero, me han “herido” en lo más profundo. Pienso de inmediato en la obra del fotógrafo francés Eugène Atget, la cual nos sumerge en las calles de París, pero no del París que aparece en las postales tan difundidas ni conocidas; no el París del glamour y las boutiques; no, la obra de un fotógrafo como Atget nos transporta a un París que pocos conocen y en el que se escondían las verdaderas historias de esa ciudad; la obra de Atget expresa la necesidad de encontrar ese París que – y el autor lo sabía – estaba a punto de desaparecer, y por lo tanto existía la obligación de dejar un registro de esa “otra” ciudad. En aquellas imágenes resuenan los poemas de Baudelaire y se puede oler el perfume de la soledad y la añoranza.

La idea básica de las reflexiones de Barthes en la presente obra es que, finalmente, toda fotografía suscita una reflexión por la muerte, ya que en última instancia lo que una fotografía nos dice es “esto ha sido”. De ahí el carácter nostálgico que ciertas imágenes fotográficas contienen para nosotros. Para Barthes, la fotografía capta un momento único e irrepetible que no puede ser secuenciado y que tampoco puede insertarse en una serie de otras imágenes, cosa que distingue a una fotografía de una secuencia cinematográfica: “¿Es que acaso en el cine añado algo a la imagen? No lo creo; no me deja tiempo: ante la pantalla no soy libre de cerrar los ojos; sino, al abrirlos otra vez no volvería a encontrar la misma imagen; estoy sujeto a una continua voracidad”, dice el autor en La cámara lúcida.

Manuel Álvarez Bravo, El ensueño, 1931.

Aquella jovencita de la foto fechada en 1931 de Manuel Álvarez Bravo titulada El ensueño, con toda seguridad ha muerto ya para el momento en que redacto estas líneas, y eso hace que salte a la vista otro aspecto de la fotografía: al ser fotografiados, nuestra imagen deja de pertenecernos, y a partir de ahí, incluso después de nuestra propia muerte, le pertenece a cualquier posible spectator. Por eso nos preocupa que nos tomen una fotografía, y eso se hace evidente cuando sabemos que seremos fotografiados e intentamos mostrarnos como nos gustaría que los demás nos vean, sea en una fiesta familiar o para un diploma o para lo que sea, no importa, la fotografía siempre conlleva una pose del individuo que sabe que, después de ser tomada la fotografía, ese “yo” se deja de pertenecer a sí mismo; nuestro “yo” y el ser representado en la imagen fotográfica se convierten, desde ese momento, en dos entidades separadas.

¿Y ustedes, qué opinan de la fotografía?

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