Estábamos mi hermano y yo afuera de alguna plaza comercial de Acapulco esperando a que salieran nuestros padres. Ya era de noche, y la brisa tropical del puerto hacía que el ambiente nocturno fuese lo suficientemente agradable como para haber decidido no entrar a comprar los suministros para hacer la cena y, en su lugar, quedarnos en el auto. Yo tenía 17 años y Fernando 16. Faltaban muchísimos años para que llegaran al mundo los teléfonos inteligentes, pero ya existían aquellos que permitían introducirles música. Entonces, nos encontrábamos los dos, uno en el asiento del copiloto y el otro atrás (no recuerdo quién ocupaba cada espacio) y Fernando me dijo que escuchara una canción, así que, en esos rudimentarios aparatos que existían por ahí del 2006 – año en el que transcurre esta anécdota – comenzó a sonar Nassau, de los Hombres G. Yo casi no sabía nada de ellos, pero ahí, acostados en el auto con las ventanas abajo y atravesados por el romper de las olas, escuché:
“Nassau, son las doce la noche…”
A partir de ahí quedé como hipnotizado por la melodía y la letra, y mientras sonaba la canción, yo podía imaginar todas las cosas que se narraban en ella. Por ese entonces yo acababa de empezar a salir con una chica, y cuando vino la parte que decía: “esta mañana, me ha dejado mi novia hawaiana” no sé por qué pensé en ella y me dio mucha risa. Unos días después fui a comer casa de esta novia, y sin que yo le dijera nada, puso el Peligrosamente Juntos del cuarteto español, disco que contenía esa canción que yo había escuchado con mi hermano unos días atrás en la playa.
Sólo unas cuantas semanas después, mis papás, Fernando y yo, tuvimos la oportunidad de viajar a Europa. Era uno de esos paquetes en grupo que incluyen guía de turistas y en el que se van recorriendo distintas ciudades. Ahí conocimos a Pamela y a Irma. La mayoría de las personas del grupo eran gente muy mayor o demasiado pequeños como para convivir con ellos, por lo que conocer a Pam y a Irma, quienes eran más o menos de nuestra edad, le dio un nuevo tinte a la experiencia del viaje que llevábamos a cabo. Habrá momento para contar varias de las anécdotas divertidas que los cuatro vivimos en esos días, pero hoy sólo me centraré en lo que aconteció en Madrid.
Los cuatro fuimos a cenar pizza, mientras mis padres habían ido a algún lugar con una pareja de colombianos (¿o venezolanos? No recuerdo). De la nada, llegó un momento donde Fernando, Irma, Pamela y yo nos encontrábamos dando tumbos de madrugada por Madrid a causa de las bebidas que estuvimos consumiendo. Esa fue la primera vez que mis padres, quienes nos vieron de lejos por la calle, ahogados en alcohol, disimularon e hicieron como que no nos habían visto.
Nos empeñamos en encontrar una licorería para poder seguir tomando el vodka que no sé de dónde habíamos sacado. Llegamos a la tienda, y al preguntar con qué íbamos a mezclar el alcohol, todos convenimos el jugo sería la mejor opción. Al preguntarle al encargado si tenía jugo, hizo una cara bastante extraña y me dijo que no entendía muy bien qué era lo que le estaba pidiendo. ¿Cómo diablos explicarle a alguien a qué me refería con el concepto “jugo”? ¿”Extracto de fruta líquido”? Pedir jugo en la tienda es una de esas actividades tan repetitivas que, cuando nos descolocan de la forma tan automática en que las realizamos, no sabemos muy bien dónde quedamos parados; además, era un adolescente ebrio de madrugada en otro país a quien esperaban afuera de la tienda para poder seguir bebiendo: no tenía el tiempo ni el interés de explicar a qué me refería con jugo, a lo que el encargado sólo terminó por mencionarme que, si así lo quería, había zumo. Salí decepcionado y les dije a mis compañeros de juerga de esa noche que, desafortunadamente, no había jugo sino sólo zumo. De inmediato se comenzaron a reír de mí, y Fernando, sin decir nada, entró velozmente a la tienda y salió con el zumo que utilizaríamos para seguir tomando esa noche.
Mientras caminábamos, Fer y yo marchábamos detrás de Pamela e Irma y platicábamos lo mucho que nos gustaban, y nuestras mentes juveniles, inundadas por alcohol, se exaltaban con todas las posibilidades que esa noche prometía. De repente, interrumpimos esa conversación porque Fernando me mostró que el zumo que había comprado era de piña, y sin decir otra palabra, los dos nos comenzamos a reír y a cantar:
“Recuerdo bien, cuando estaba yo en Madrid, con mi zumo de piña…”
La noche terminó con un montón de risas, y Fernando y yo seguimos viendo a Irma y a Pamela durante muchos años después de eso. Las dos se convirtieron en una parte importantísima de nuestras vidas, y hasta hoy en día, cuando escucho Nassau de los Hombres G, sonrió al recordar esa madrugada loca por las calles de Madrid.
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