¿El Imperio Romano y Japón? Thermae Romae Novae

¿Alguna vez se imaginaron poder estar en Roma y en cuestión de segundos llegar a Japón? Bueno, pues con Thermae Romae Novae en Netflix eso ya es posible. Esta serie animada, inspirada por el cómic de Mari Yamazaki, nos introduce en el mundo de Lucius Modestus, personaje que forma parte de un importante linaje en el que su abuelo y su padre se han dedicado a la construcción de termas en el marco del antiguo Imperio Romano. Ahora, el lector podrá preguntarse si de aquí es de donde viene el argumento de la serie, y pues sí; profundizaré en esto. En el libro 36 de su Historia Natural (escrita en el siglo I, en Roma, y dedicada al emperador Vespasiano), Plinio el Viejo compara las “maravillas de Egipto” con las de Grecia y las de Roma. En éstas últimas, Plinio insistirá que el gran avance técnico que Roma le ha brindado al mundo es eso que hoy llamaríamos “ingeniería civil”, es decir, la construcción de puentes, arcos, carreteras y, sobre todo, cloacas y acueductos. Pongámonos en los zapatos de nuestro autor: resultaba impresionante observar un sistema que posibilitará llevar agua desde fuera hasta el centro de la ciudad, y llevarse todos los desechos desde la ciudad hasta las afueras. Para nosotros, hoy en día, puede parecernos muy normal abrir un grifo sabiendo que saldrá agua, pero para el siglo I, en el contexto en el que ubicamos a Plinio, esto resultaba ser toda una innovación.

Volvamos a la serie. Una vez que hemos hablado de la importancia de los baños públicos para los romanos, podemos entender que los arquitectos tenían un papel preponderante en esa civilización; el poder del Imperio muchas veces se demostraba con grandes edificaciones, por lo que, no era extraño que los emperadores tuvieran a sus propios arquitectos para llevar a cabo obras monumentales que dieran cuenta de su grandeza. Lucius es un arquitecto promedio, pero su pasión por las termas romanas, y el deseo de honrar a su padre y a su abuelo, lo llevan a una serie de viajes al Japón. ¿¡Qué, Japón!? Así como lo escucharon. Claro, aquí entra la parte de ficción de la serie, ya que Lucius se la pasa viajando por el tiempo al Japón del periodo Edo y al Japón de nuestra actualidad. Es en ese lugar donde hallará las ideas más magníficas para su propio oficio, sin saber nunca, a ciencia cierta, dónde diablos se encuentra. Y aquí es donde encontramos lo hilarante de la serie: Lucius, un orgullosísimo romano, se ve superado por todas las invenciones de aquella “gente de cara plana”, como él mismo los llama, pensando que aquella cultura es superior al Imperio Romano en casi todos los aspectos. La verdad es que no hubo ni un solo capítulo donde no soltara varias carcajadas.

Al final de cada episodio, podemos acompañar a la autora del cómic, Mari Yamazaki, a visitar varios de los lugares más emblemáticos de la prefectura de Gunma, Japón, famosa por su cultura termal, por lo que Thermae Romae Novae no sólo termina por ser una seria bastante entretenida y divertida, sino que también nos enriquece con aquellas cápsulas culturales; además de todo esto, aprendemos varios aspectos importantes sobre la historia del Imperio Romano y sobre Japón. ¿Qué mas podemos pedir? ¡Ire videre Thermae Romae Novae!

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Intimidad

Tuvimos intimidad, no ese intercambio soso y frívolo de carne y fluidos al que ustedes le llaman así. Tuvimos intimidad, de esa a la que pocos seres humanos pueden aspirar en toda su vida. Caminamos de noche, sin destino certero, y el alcohol que nos inundaba la sangre nos hacía reír sin parar, a veces…

Literatura para putas y drogadictos

La primera referencia que tuve en mi vida sobre la generación beat fue (aún sin yo saberlo en aquella lejana infancia) el ya clásico capítulo de Los Simpson en el que Bart falsifica una licencia de conducir. De entre las diversas hazañas que él, Milhouse, y Nelson llevaron a cabo con la identificación falsa, resalta la de entrar al cine y ver una película que, por su edad, no les estuviera permitida. La marquesina del establecimiento decía Naked Lunch y ponía énfasis en la clasificación para mayores de edad. Y es que sí, ¿qué niño de once años no hubiera querido entrar a ver una película titulada El almuerzo desnudo? El chiste de la escena es cuando los tres amigos salen de la función y por sus rostros es evidente que la película no fue lo que esperaban, al mismo tiempo en que Nelson comenta: “hay por lo menos dos grandes mentiras en ese título”.

La referencia cinematográfica a la que se hace alusión es a la película de David Cronenberg, basada en la novela del mismo nombre, es decir, El almuerzo desnudo de William Burroughs, cosa de la que me enteraría años después. Burroughs es sólo uno de los muchos autores que conformaron la llamada “generación beatnik”, una serie de escritores norteamericanos de mediados del siglo XX, cuyas principales características fueron la innovación en lo relativo a la forma y el contenido de la literatura norteamericana de ese momento.

De cara al contenido, los beat comenzaron a hablar sobre temas poco usuales para la época; tópicos como la homosexualidad, el sexo y la heroína. Un buen ejemplo de ello es la primera novela del propio Burroughs: Yonqui, obra que intenta ofrecer un esbozo sobre la adicción a la heroína desde la experiencia del propio autor. Cabe mencionar lo controvertido que para 1953, año de publicación de dicho texto, resultaba el tema de “la droga” (es decir, la heroína, única droga que merece llevar ese nombre, según Burroughs), tanto así que el autor debió escribirla bajo el seudónimo de William Lee. Existen frases en Yonqui que reflejan bien el estado quasi catatónico del adicto común y ordinario: “La droga llena un vacío […] Nadie decide convertirse en yonqui. Una mañana se levanta sintiéndose muy mal y se da cuenta de que lo es […] La droga no proporciona alegría ni bienestar. Es una manera de vivir”.

En lo que respecta a la forma, En el camino de Jack Kerouac fue escrito a la manera en que, según el propio autor, se improvisa el jazz. Se trata de un ejercicio literario, en el que así como el jazzista compone sobre la marcha el bebop, el escritor lanza manchas de tinta que se convierten en versos. En el camino de Kerouac está considerado como el “manifiesto” de la generación beat y un clásico de la literatura norteamericana del siglo XX. Es una novela en la que más de uno ha creído encontrar los antecedentes del movimiento hippie, y donde hacen sus primeras apariciones los hipsters – aunque poco o nada tienen que ver con los que hoy en día entendemos por hipsters –. El almuerzo desnudo de Burroughs, de igual manera, es un texto que rompe con cualquier intento de estructura narrativa convencional.

Por supuesto que la lista no se reduce a estos dos autores; textos como Aullido de Allen Ginsberg son piezas fundamentales del movimiento. A mí en lo personal, pocas cosas pueden gustarme tanto como encender un cigarro, servirme una copa de ron, poner un poco de música country y leer algo de los beatniks, imaginándome en un recorrido a través de la Colfax Avenue, redescubriendo ese otro Estados Unidos de los rebeldes y las prostitutas, de los amantes del jazz y de las letras, de los viajeros interestatales y los arqueólogos de historias citadinas; de las narraciones de amor y desamor de una noche en un hotel iluminado por luces de neón o de una fría estación de autobús. La lectura de cualquier libro de los beat es una invitación a viajar por ese Estados Unidos: ¿se lanzan?

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Voraz: una película que da asco

Hace ya algunos años, llegó a mis manos una cinta que me marcaría de manera definitiva; es de esas películas que no puedes dejar de ver, y que cada que tienes la oportunidad la vuelves a poner, esperando que todo sea distinto a la última vez y encontrando nuevos elementos para reflexionar. Estoy hablando del filme francés del año 2008 titulado Mártires, dirigido por Pascal Laugier.

Se trata de una obra que conmueve hasta la fibra más profunda de nuestro ser, ya que su contenido visual, emocional, psicológico e incluso teológico-religioso no deja indiferente a nadie, por no hablar de las extraordinarias actuaciones y un trabajo de dirección impecable. Junto con Irreversible de Gaspar Noé, puedo decir que son las cintas francesas que más me han conmocionado en toda mi vida (hasta el momento), dejándome sin dormir por varias noches.

Imagen promocional de Mártires

Cuando hace un par de meses apareció el avance de una cinta francesa titulada Raw (Voraz aquí en México), quedé impresionado, y sentí debido a la temática, la estética y el país de origen, que me encontraba ante algo muy parecido a Mártires, y obviamente, tuve enormes deseos de verla, sin embargo, por una o por otra razón, no pude nunca asistir a las salas de cines y cumplir dicho deseo.

En su momento me sentí muy alegre cuando pude observar que Voraz había llegado a Netflix, así que una buena noche, y con todo preparado (ya saben: palomitas, luces apagadas, cortinas cerradas, perros encerrados, etc.), me dispuse a ver la tan esperada cinta. Desgraciadamente, el resultado no fue el esperado.

Voráz es una película mal escrita, mal actuada y mal dirigida, con una historia que daba para crear una obra verdaderamente inquietante, y que, sin embargo, ni siquiera puedo decir que se queda a medias. Con Voraz asistimos a la presentación de una directora que intenta perturbarnos por medio de imágenes simplonas y grotescas; ¡aguas!, no estoy descalificando al cine gore, lo que estoy diciendo es que Voraz es un trabajo tan infantil que se reduce a la pura exposición de escenas desagradables que, por fuerza, provocan algo en el espectador; es la diferencia entre ver una cinta pornográfica y leer al Marqués de Sade, la línea casi invisible entre la mera exhibición y la creación de una imagen estética.

Tomemos, por ejemplo, La casa de los 1000 cuerpos de Rob Zombie, una película de culto dentro del sub-género del gore, donde incluso las escenas más violentas, horrorosas y repugnantes están trabajadas con sutileza e inteligencia. Voráz toma el camino fácil y se limita a enseñarnos ingesta de carne cruda y sangre “na’más porque sí”. Por si fuera poco, la cinta es aburridísima, y el trama no tiene ni pies, ni cabeza; me atrevería casi a decir que no hay trama, sino un cúmulo de diálogos y escenas que se suceden las unas a las otras. Los personajes son unidimensionales y no existe, en ningún momento de la película, la más mínima justificación dramática para su manera de comportarse. Es una cinta donde hay homosexuales que no son homosexuales pero que sí son homosexuales (así como me leen, así se desarrolla la cinta) y en la que el “espectacular giro de tuerca” radica en sostener que el canibalismo es genético.

Por otro lado, me sorprendió leer algunas críticas en la red, las cuales sostenían que la cinta era una obra maestra que abordaba tópicos tales como el despertar de la sexualidad y el paso a la vida adulta. En mi opinión, todas esas reseñas parten de un prejuicio esnob que dicta que, por estar en francés, se trata de una producción de altos vuelos intelectuales y reflexivos, y que no es que la película sea un bodrio, sino que la directora es sutil y la obra debe desmenuzarse. Y si esto último fuese cierto, en el mejor de los casos nos encontraríamos ante una cinta tediosa y pretenciosa.

En conclusión, y como ya lo apunta el título, Voraz es una cinta que da asco, pero por las razones equivocadas.

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Todos fuimos Daria

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Las uvas de la ira se siguen cosechando

Usualmente, cuando se piensa en la Gran Depresión, en el Jueves Negro y en otros tantos episodios que acompañaron a la Gran Crisis de 1929, se piensa en el ámbito de lo urbano. Inmediatamente vienen a nuestras cabezas imágenes que ya forman parte del inconsciente colectivo; hombres aventándose por las ventanas de los rascacielos de grandes ciudades, crisis nerviosas, gente gritando y corriendo de un lado para otro en las casas de bolsa, cúmulos inmensos de personas gritando afuera de los bancos, aterrados por la idea de haber perdido todos sus ahorros. Sí, esas son las imágenes que, usualmente, llegan a nuestra imaginación cuando pensamos en la crisis de 1929; sin embargo, esa crisis tuvo otra cara, quizá más desgarradora e inclemente que la de las grandes ciudades, y esa otra cara es la que nos muestra la realidad de la crisis en el campo. Las uvas de la ira del escritor norteamericano John Steinbeck es un relato crudo y cruel de cómo fue que se vivió ese colapso del modo de producción capitalista en una realidad que, parecía ser, poco o nada tenía que ver con Wall Street y toda la parafernalia de las finanzas capitalistas, y a la cual y a pesar de esa aparente lejanía, azotó de forma inclemente y despiadada.

La historia comienza con Tom Joad, hijo de una familia de campesinos que acaba de salir de prisión debido a haber cometido un homicidio años atrás. De vuelta a casa, el joven Tom encuentra a su familia a punto de emprender un viaje que ninguno de los miembros de ésta quisiera hacer, pero que se ven obligados a realizar, y es que debido a las malas cosechas, esa entidad que es descrita en el libro como un monstruo voraz sin rostro ni nombre – “el banco” – en su afán por satisfacer un apetito que nunca se encuentra del todo saciado, ha embargado las tierras de varias centenas de familias a lo largo y ancho de todo el estado de Oklahoma. La disyuntiva es clara para esta gente que vivía de la tierra y que así lo había hecho durante décadas; viajar o morir de hambre.

A partir de ahí, los Joad comienzan un viaje hacia California, que según han dejado ver unos volantes, es el lugar donde no sólo hay trabajos bien pagados, sino que éstos están acompañados de la promesa de una vida mejor; empero, y cómo el lector comienza a adivinar desde las primeras páginas que relatan el viaje, dicha promesa no es más que una ilusión, así como el oasis aparece a la lejanía en la inclemencia del desierto, ya que el viaje, desde el principio, no resulta ser otra cosa sino una serie interminable de desgracias que se van sucediendo una tras otra.

Steinbeck pone sobre la mesa diversos temas que, desgraciadamente, asustan por su actualidad: la xenofobia contra el inmigrante, ese enemigo invisible que representa todos los miedos del socius, y por ese motivo se vuelve ese viajero, casi siempre arrastrado por la necesidad y el mero instinto de supervivencia, objeto del odio acumulado de una sociedad temerosa y resentida. Los okies son aquellos seres humanos extraños, a los cuales se les odia y persigue por el simple hecho de aparecer como portadores de enfermedades, delincuencia, pecado, decadencia económica y moral, entre otras tantas cosas. Parece increíble que casi ochenta años después, aquellas palabras de odio y rencor encuentren tanto eco en esa misma sociedad norteamericana en la figura del actual presidente de dicha nación.  

Otro punto que me pareció relevante (y he de decirlo, de nueva cuenta repulsivamente actual) es el reforzamiento de los cuerpos policiacos, aquellos que tal y como apunta Rosa Luxemburgo, cuando el Estado se convierte en “Estado de clase”, dichos cuerpos no están ahí para proteger a la sociedad, sino sólo a una parte de ella: la clase dominante. Son varios los pasajes donde la familia Joad se encuentra viviendo en campamentos de refugiados, en condiciones en las cuales ni los propietarios de esas grandes extensiones de tierra tendrían viviendo a sus cerdos, y es en esos lugares donde los policías se encuentran de manera periódica y constante haciendo rondas, intimidando e insultando a los okies, cuidando de que a ninguno de ellos se les olvide “quién es quién”. La impunidad con la que operan los sheriffs no tiene límites, imputando crímenes a su antojo a sujetos del todo inocentes o incluso llegando a matar sin consecuencia alguna.

Las uvas de la ira es un relato que pone en perspectiva el proyecto del modo de producción capitalista cuando éste falló de manera clara y flagrante a principios del siglo XX. Recordando a Walter Benjamin, ese proyecto capitalista arrasa como un huracán que no deja nada a su paso, al igual que aquellos enormes tractores que destruían las granjas enteras de cientos de familias; ¡ahí se esconde la noción de progreso! En esos tractores que deben destruir lo viejo para dar paso a algo más, sin dejar ver cuál es el precio que se está pagando.

Resulta significativa la escena donde los más pequeños de la familia, Ruthie y Winfield, al encontrarse por primera vez en su vida con un escusado, creen haberlo roto y huyen a toda prisa al jalar la palanca, pasaje de la novela que deja ver lo lejanas que estaban todas esas familias (y lo lejanas que se encuentran muchas otras tantas hoy en nuestros días) de un proyecto que no sólo no las incluye, sino que les es directamente hostil a todas ellas.

En conclusión, el texto de Steinbeck denuncia desde la trinchera de la literatura esa otra cara de la crisis de 1929, y me atrevería a decir que no sólo se limita a mostrar las injusticias de ese periodo, sino de todo un sistema en el que parece más valiosa la vida de un par de caballos para arar la tierra que de miles de seres humanos muriendo de hambre en esos campamentos de refugiados; un sistema en el que un hombre puede poseer tantos acres de tierra hasta llegar al punto de no poder contarlos, pero en el que a la vez existan otros hombres que no puedan tener un par de metros cuadrados de esa misma tierra para alimentar a su familia. Si algo me llamó la atención del libro de Steinbeck fue, por un lado, el instinto más básico de la vida humana por preservarse a sí misma; por el otro, la idea de que varias de las luchas más salvajes y prolongadas por las que ha tenido que pelear la humanidad (y, desgraciadamente, sigue pasando) no han sido por metales preciosos, ni por petróleo; muchas de las luchas que se han tenido que emprender incluso al precio de perder la propia vida han sido por comida y vivienda. “Las uvas de la ira” se siguen cosechando en el corazón de millones de seres humanos hoy en día.

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