“Fotografía, muerte y nostalgia”

Siempre han recurrido a mí, desde pequeño, ciertas imágenes que me han llenado de nostalgia y melancolía; probablemente a ustedes también les ocurra o por lo menos les haya pasado en una ocasión. Algún estanque desolado en medio de una lejana foresta; un atardecer en una ciudad desconocida; una calle llena de hojas muertas de otoño; una sala de estar en una vieja casona en la que se filtran unos lánguidos rayos solares en la que nunca hemos estado, y, sin embargo, sentimos aquella imagen tan nuestra.

Todas las escenas anteriormente dibujadas son susceptibles de aparecernos, la mayoría de las veces, por medio de la fotografía, por lo que no es extraño que el trabajo de algunos fotógrafos nos llame tanto y de manera tan profunda la atención, ya que muchas de estas obras nos retrotraen a aquellos paisajes.

Hace unos pocos días estas ideas comenzaron a circular en mi mente gracias a la lectura de La cámara lúcida del célebre pensador francés Roland Barthes. En dicho texto, Barthes pretende llevar a cabo un análisis de la fotografía, pero a diferencia de otras reflexiones que el arte fotográfico ha suscitado (recomiendo Breve historia de la fotografía y La obra de arte en su época de reproductibilidad técnica de Walter Benjamin y Sobre la fotografía de Susan Sontag), el objetivo del semiólogo francés no es dar cuenta de las implicaciones políticas o sociales de la fotografía; no, lo que Barthes propone es poner al “yo” como centro de las reflexiones que llevará a cabo.

La cámara lúcida nos habla de la fotografía – o mejor dicho, “de las fotografías”, porque hablar de La Fotografía sería algo imposible, según el autor – a partir de una experiencia que golpea a Barthes de forma fulminante: la muerte de su madre. En palabras del propio autor, ella significaba absolutamente todo para él, y sin ella, la vida pierde prácticamente todo su sentido. Es en ese momento cuando Barthes encuentra una foto de su madre (la denominada “Foto del Invernadero”) donde algo, un detalle indecible e insignificante a primera vista para cualquiera, lo trastoca de una forma tan poderosa que le resulta imposible no analizar de qué se trata, y es que hay “algo” ahí tan poderoso que ni siquiera pudo ser advertido por el propio autor de la fotografía, que nos “hiere” y nos “punza” (de ahí el término en latín utilizado por Barthes: punctum).

Después de leer este texto tan sui generis, sentí la enorme necesidad de pensar en todo lo dicho ahí. Ha habido a lo largo de mi vida una serie de fotos que, al igual que le sucedió al autor con La Foto del Invernadero, me han “herido” en lo más profundo. Pienso de inmediato en la obra del fotógrafo francés Eugène Atget, la cual nos sumerge en las calles de París, pero no del París que aparece en las postales tan difundidas ni conocidas; no el París del glamour y las boutiques; no, la obra de un fotógrafo como Atget nos transporta a un París que pocos conocen y en el que se escondían las verdaderas historias de esa ciudad; la obra de Atget expresa la necesidad de encontrar ese París que – y el autor lo sabía – estaba a punto de desaparecer, y por lo tanto existía la obligación de dejar un registro de esa “otra” ciudad. En aquellas imágenes resuenan los poemas de Baudelaire y se puede oler el perfume de la soledad y la añoranza.

La idea básica de las reflexiones de Barthes en la presente obra es que, finalmente, toda fotografía suscita una reflexión por la muerte, ya que en última instancia lo que una fotografía nos dice es “esto ha sido”. De ahí el carácter nostálgico que ciertas imágenes fotográficas contienen para nosotros. Para Barthes, la fotografía capta un momento único e irrepetible que no puede ser secuenciado y que tampoco puede insertarse en una serie de otras imágenes, cosa que distingue a una fotografía de una secuencia cinematográfica: “¿Es que acaso en el cine añado algo a la imagen? No lo creo; no me deja tiempo: ante la pantalla no soy libre de cerrar los ojos; sino, al abrirlos otra vez no volvería a encontrar la misma imagen; estoy sujeto a una continua voracidad”, dice el autor en La cámara lúcida.

Manuel Álvarez Bravo, El ensueño, 1931.

Aquella jovencita de la foto fechada en 1931 de Manuel Álvarez Bravo titulada El ensueño, con toda seguridad ha muerto ya para el momento en que redacto estas líneas, y eso hace que salte a la vista otro aspecto de la fotografía: al ser fotografiados, nuestra imagen deja de pertenecernos, y a partir de ahí, incluso después de nuestra propia muerte, le pertenece a cualquier posible spectator. Por eso nos preocupa que nos tomen una fotografía, y eso se hace evidente cuando sabemos que seremos fotografiados e intentamos mostrarnos como nos gustaría que los demás nos vean, sea en una fiesta familiar o para un diploma o para lo que sea, no importa, la fotografía siempre conlleva una pose del individuo que sabe que, después de ser tomada la fotografía, ese “yo” se deja de pertenecer a sí mismo; nuestro “yo” y el ser representado en la imagen fotográfica se convierten, desde ese momento, en dos entidades separadas.

¿Y ustedes, qué opinan de la fotografía?

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¿Cuántas lunas?

¿Cuántas lunas habré observado antes de dormir? ¿Cuántas de ellas me habrán bañado con sus rayos repletos de melancolía y tristeza? ¿Cuántas veces habré deseado desvanecerme en esos parajes nocturnos? ¿Cuántas lunas habrán sido testigos silenciosos de mi angustia y soledad? ¿Cuántas lunas habré observado antes de dormir, deseando no ver ni una sola más?

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